Hace algunas semanas, el Congreso de los Diputados -con el único voto favorable del Partido Popular, la abstención de los nacionalistas de CiU y PNV y el rechazo de los demás grupos de la oposición- aprobó la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que, entre otras novedades, impone a los jueces unos determinados plazos para llevar a cabo la instrucción de los delitos. En concreto, el Proyecto de Ley remitido ahora al Senado prevé un periodo ordinario de 6 meses de instrucción para las causas sencillas y de 18 para las complejas (con posibilidad de prórroga hasta los 36).

Contar con una Justicia rápida, ágil y certera es un ideal que debe alcanzarse. Pero, por más que la seguridad jurídica y la confianza en el Estado de Derecho implican que los litigios no se eternicen, también es incuestionable que dicha meta no se alcanzará por plasmarla negro sobre blanco en el Boletín Oficial del Estado. Aunque es bien sabido que el papel lo aguanta todo, las leyes no llevan incorporada una varita mágica que obre el milagro de su cumplimiento automático al entrar en vigor. Si las medidas legislativas no van acompañadas de los medios adecuados y de la necesaria dotación presupuestaria, quedarán reducidas a un hermoso texto lleno de utopías, tan agradables a la vista como irrealizables en la práctica.

En los últimos años se ha dado abiertamente la espalda a una ampliación realista de la plantilla de la Administración de Justicia, que ha sido incapaz de gestionar, tanto por su cuantía como por su complejidad, la enorme cantidad de pleitos y litigios que han desembocado en los juzgados. Además, el Gobierno ha adoptado una serie de decisiones tendentes a eliminar jueces sustitutos sin, a su vez, sustituirlos de manera adecuada por otros titulares de carrera. Las peticiones de plazas y de infraestructuras por los decanos de los partidos judiciales y por las asociaciones profesionales de magistrados y fiscales son constantes. Asimismo, trascienden continuamente noticias sobre los colapsos que soportan tanto los usuarios del servicio público de la Justicia como los gremios de abogados, procuradores y funcionarios que desempeñan su labor allí.

Ante semejante perspectiva, pretender que un juez de instrucción, con esa carga ingente de trabajo y esos recursos exiguos de los que dispone, instruya los procedimientos penales en 6 o en 18 meses -en función de la complicación de estos-, no deja de ser una quimera, amén de un insulto a la inteligencia ciudadana. Porque quienes defienden este proyecto, o bien parten de una ignorancia supina acerca del funcionamiento habitual de los juzgados españoles, o bien persiguen la impunidad generalizada de numerosos delitos que nunca podrán enjuiciarse.

Los casos más mediáticos que inundan ahora las portadas de los periódicos y los titulares de los informativos -Nóos, Gürtel, EREs de Andalucía, entre otros- han sobrepasado ampliamente los plazos que aspira a imponer esta nueva ley, y no precisamente por vagancia, dejadez o impericia de sus correspondientes instructores, sino por la flagrante escasez de medios y el patente exceso de tareas.

Por ello, sólo existen dos opciones frente a la entrada en vigor de la norma. O que se incumpla (y que los plazos previstos, como ocurre con los estipulados para dictar sentencia, se vulneren sistemáticamente, hasta asumir esta práctica como habitual y aceptable), o que se cumpla (y que muchos de los delitos no puedan investigarse en condiciones debido a la insuficiencia de plantillas, medios materiales y tecnológicos, generándose una esfera de impunidad todavía mayor que la que padecemos en la actualidad). Y cualquiera de ambas alternativas es triste y dolorosa para quienes estamos comprometidos con el ideal de Justicia.

De modo que si este reto trascendental no se afronta con seriedad por sus responsables, preveo que el servicio público de la Administración de Justicia terminará languideciendo. Y, aunque la ciudadanía lo aguanta casi todo, ya comienza a percibir a los tribunales como un obstáculo que es mejor evitar, en vez de como una institución llamada a resolver sus problemas. No me extrañaría que se potenciara cualquier otra vía de resolución de conflictos en evitación de la judicial, como la mediación, el arbitraje y la conciliación. Cualquier cosa antes de plantar los pies en un juzgado. Penosa tesitura la que atraviesa uno de los pilares básicos del Estado de Derecho, de la Democracia y del Constitucionalismo moderno.

*Gerardo Pérez Sánchez es doctor en Derecho. Profesor de Derecho Constitucional