Justo cuando llevo dos años decidiendo qué tipo de barba lucir, qué modelo de bicicleta usar, qué camisa pegada ponerme y a qué gafas de diseño quitarle los cristales resulta que salgo de la peluquería, perdón, de la barber-shop, y me entero por la radio de que lo hipster ya no está de moda. Mecachis.

Ya ven, yo era un tío normal, si me apuran incluso tirando más hacia lo rancio, a lo simple, hasta que un buen día me vi en un bar rodeado de gente súper molona, personas de vasta cultura y verbo fácil con un gusto exquisito por los quesos de importación, una acertada opinión sobre interiorismo y un infalible criterio para elegir el hotel de moda en Tombuctú. Todos tenían en común sus largas barbas milimétricamente podadas por el fashion de turno, como si esos pilosos nidos de bacterias fueran un símbolo de pertenencia a la tribu más exclusiva, una inteligente forma de anunciar su arrolladora presencia. Da igual si tras esa estudiada barba se escondía un tonto de remate o un imbécil irredento; mientras su interlocutor quedara hipnotizado ante la primorosa barba popera e independiente todo iría bien, incluso si los mirabas el tiempo suficiente tenías la sensación de que podrías ser un nuevo adepto si en un futuro no muy lejano te esforzabas lo necesario como para saber distinguir tres vinos del californiano Valle de Napa.

Dos años queriendo ser un hipster molón y cuando por fin incorporo a mi vocabulario palabras como coworking, mainstreaming, trending topic o gromenauer resulta que llega de Londres una flamante subcultura que, tras pasar por el filtro de la moderna Berlín y los platos de un famoso DJ japonés, se ha convertido en el nuevo concepto existencial europeo, la nueva religión social que me tiene desubicado, más perdido que el alambre del pan Bimbo. Qué hacer, qué dilema, qué angustia. Ahora no sé si seguir siendo hipster en plan reminiscente como aquellos maquineros que aún añoran la vuelta de Chimo Bayo y Paco Pil, o renunciar a mi recién desvirgada hipstería y abandonarme a los brazos de la nueva moda que llama a la puerta y los cazadores de tendencias esperan como agua de mayo.

Todo esto puede parecer frívolo, pero no es para tomárselo a broma. Si el hipster muere las industrias de la coctelería, las zapatillas y las corbatas estrechas se verán gravemente afectadas y tendrán que esperar otros sesenta años para estar en boga y resultar rentables.

Puede que ahora el gazpacho de ron se imponga al Gin Tonic multifloro, o que el zapato de toda la vida recupere el lugar dejado por las Converse, quién sabe. Lo que sí espero es que dejen de remangarse los bajos de los pantalones porque ya me cuesta lo mío ponerme los calcetines cada mañana como para andar con florituras posturales y excesos innecesarios de una elasticidad que en mi cuerpo brilla por su ausencia.

Bien pensado casi prefiero esperar en segunda fila para ver cómo se desarrollan los acontecimientos y así poder posicionarme, porque si les digo la verdad me da una pereza enorme eso de tener que asistir a exposiciones de arte eslovaco, catas de vino que dan ardores, conferencias sobre los beneficios del batido de soja o fiestas en azoteas con vistas al muro de la nada.

Decidido, que reine la cordura y mande la razón. Voy a ir desempolvando las chaquetas de pana, la chupa de cuero, las camisas de cuadros, las sandalias de charol, las camisetas de tirantes, los pantalones de pinzas y los calcetines blancos. Que esta vez no me pillan desprevenido.

Lo juro por Snoopy, o por Kurt Covain, o por Steve Jobs, o por quien toque esta vez.