Frente a la concreción de las trincheras, en el último medio siglo las guerras han adquirido un rostro líquido, ubicuo e imprevisible. Si nos ponemos puntillosos, el origen del terrorismo se remontaría a la resistencia de los españoles y los rusos contra Napoleón -puro XIX-, pero ha sido en estos últimos cincuenta años cuando, sin la delimitación del combate entre ejércitos regulares, ha adoptado su naturaleza actual. Como artilugio cruel de la propaganda, el terrorismo aspira a algún tipo de legitimidad, por medio de la vieja retórica de la pureza y del maniqueísmo: las naciones minoritarias frente a los Estados opresores, las clases obreras frente a la patronal, las colonias frente a los imperios. Fue en la década de los sesenta y los setenta, en plena Guerra Fría, cuando se produjo una renovada eclosión de tales movimientos, seguramente financiados por la URSS, que percibía el potencial del terrorismo como herramienta de desestabilización. La lucha de clases se entreveraba con la emancipación de los pueblos, la izquierda con el nacionalismo identitario de origen romántico y conservador: Brigadas rojas y Baader-Meinhof, ETA y Hamás. La lógica asesina del terrorista requiere de una identificación moral que vaya más allá de la propia vida. Cuando uno está dispuesto a inmolarse porque hay verdades más importantes que uno mismo, entonces la vida de los demás -sobre todo si son el enemigo- tampoco vale más que esa presunta verdad. El relato épico se sirve en forma de martirio y de asesinato. Los palestinos utilizaban a niños para atentar contra los israelíes. Bin Laden lanzó dos aviones repletos de inocentes contra las torres gemelas. El nacionalismo radical vasco convirtió en gudaris a los asesinos, mientras imponía el silencio a las víctimas. La idea clave es que incluso el terror exige algún tipo de legitimidad ideológica para resultar operativo. Por eso a menudo oímos que se debe dialogar con los terroristas, aunque no, por ejemplo, con las mafias. La posesión de «la verdad» -una verdad arcaica, agresiva, mendaz- actúa como un combustible del mal, que persistirá mientras funcione esa determinada narrativa. No en vano, el final del terrorismo en Europa coincidió tanto con su descrédito ideológico y social como con el colapso del bloque soviético.

De esta dinámica cabe hacer una lectura adaptada a nuestros días. Si, como profetizó Huntington, nos adentramos en un conflicto de civilizaciones, el islamismo ha decidido tomar la iniciativa. En clave política, el inicio del siglo XXI tuvo lugar en Nueva York el 11 de septiembre de 2001 con la iconografía de los aviones suicidas. La capital del mundo fue doblegada, pero no se trataba sólo de eso sino también de lanzar un mensaje hacia el interior del orbe musulmán. Nada se aleja mucho de la vieja doctrina del maoísmo que reclamaba las bondades de las catástrofes. Por un lado, Occidente que se revuelve inquieto tras la sucesión de atentados, dejando tras de sí algún que otro brote de xenofobia, más social que política; por el otro, se anuncia una inestabilidad creciente en los países árabes, cuyas fuerzas de seguridad parecen incapaces de mantener el orden: Siria o Irak, donde los cristianos orientales son masacrados; las pugnas entre chiíes y suníes, con el petróleo y la religión de fondo; el doble atentado, esta semana en Túnez, que dinamita durante un largo periodo de tiempo el potencial turístico y económico de la región. El terrorismo logra así victimizar a los musulmanes en Europa y debilitar a sus propios Estados. Uno de los grandes temores del futuro pasa por considerar la posibilidad de que algunos países africanos u orientales caigan en manos de grupos terroristas, como en cierto modo sucedió ya en Afganistán con los talibanes. El sueño del califato.

En la Historia nada es lineal, ni mucho menos estable. Europa envejece a marchas forzadas, con una frontera inmensa que defender. El caos económico en el sur del Mediterráneo augura masivos movimientos migratorios en el futuro. El terrorismo líquido, sin centro aparente, ni núcleo sólido, recuerda a las cien cabezas de la figura de Hidra. Al final, una vez más, la cuestión del relato resulta crucial. Quiero decir que Occidente puede y tiene la obligación de mantener a raya el fanatismo islámico, pero que es dentro de las sociedades musulmanas donde se debe levantar la voz con claridad en contra del extremismo.