Madonna con un bolso con la palabra 'dealer' -'camello'- en grandes letras de 'brilli-brilli', Rumer Willis portando una bolsa con la silueta en relieve de un revolver, Nicki Minaj moviendo sus glúteos como único argumento visual de sus actuaciones... En la cultura pop nos hemos acostumbrado a la hipersexualización -femenina, claro: me extrañaría que un cantante tipo Pharrell enseñara en una actuación su 'phallell', por ejemplo- y la hiperchunguización, hemos aceptado que las cantantes usen en las alfombras rojas las espectaculares estrategias visuales de las actrices porno -mientras los intérpretes X buscan hacer productos cada vez con un look más amateur-, o incluso que el más cuñado de tu timeline, que lo más cerca que ha estado de un gueto era mientras veía 'Boyz In Da Hood', use palabras como sista para referirse a sus amigas. En este panorama dantesco, como dicen en los telediarios, va y llega Rihanna, en decadencia artística y de notoriedad -da más titulares su cuenta de instagram que su música-, y se marca un videoclip de ésos que buscan desesperadamente llamar la atención para su tema 'Bitch better have my money' -o sea, 'Puta, mejor tenme listo mi dinero'; o sea, Cofidis, pero a las bravas-; la cosa es la Capilla Sixtina del mainstream obsesionado con las tres eses del exploitation: sexo, sangre y soez.

Sí, es cierto, no conozco a ninguna generación que se haya quejado de que sus continuadores pecan de pacatería; no, los siguientes en llegar siempre han sido más atrevidos, más impúdicos. De alguna manera, los jóvenes creen que parte de su misión en la vida, lo que les justifica de alguna manera, es llevar las cosas más lejos, más fuerte. Bien, no tengo problema alguno con ello; me gusta y me divierte el arte que surca los extremos -una mañana, como a las 7, viendo 'Saló o los 120 días de Sodoma' me entró hambre y me zampé un croissant y un café sin problema- y hasta me entretengo siendo condescendiente con las provocaciones vanas y vacías, inútiles ejercicios infantiles de caca, culo, pedo, pis. Entonces, dados mis antecedentes, ¿por qué me irrita el videoclip de RiRi, si esta mañana, al encender el televisor, he visto en las noticias a unos policías metiéndole 17 balazos a un tipo que había robado una cerveza?

Supongo que la idea de una multimillonaria haciéndose pasar por malota y llevando a las masas eso que se dio en llamar 'torture porn' -esas pelis que persiguen el morbo de ver a gente sufrir con las mismas estrategias que las porno buscan la excitación al mostrar un coito- ha cruzado algunas de mis líneas rojas. Pero, ¿de qué va el vídeo? Rihanna es una gangsta de armas tomar, que fuma porros de una manera ostensible -¡que se note que es mala e ilegal!-; secuestra a una socialité medio en bolas -¡uy!- con mucha pasta, la tortura hasta la última entraña; la matona ésta se mosquea, se pone chula y termina saliéndose con la suya, retozando entre billetes cubierta de sangre. En medio, vomitonas, Mads Mikkelsen con cara de nada y el culete y los pezones de RiRi. El asunto es visualmente espectacular -mucho parné gastado, sí- pero conceptualmente tan roñoso como un exploitation de tercera. Y creo que ahí está mi problema con esto: la aplicación de estrategias de un arte con códigos necesariamente underground en un contexto completamente mainstream conduce a la desnaturalización de los lenguajes y lo que antes era una travesura que con suerte era censurada por algún país y alcanzaba cierta notoriedad se convierte aquí en marketing para los likes y los RTs de un nicho de mercado incauto y obsesionado con el chunguerío. Porque la cosa está diseñada al milímetro para la glorificación del swag -hacerse el chungo, en cristiano- y para encumbrar un nihilismo vacío, sin más objetivo que dar por saco. Conclusiones: primero, Rihanna, si quieres molestar a alguien más que a adolescentes impresionables, debes esforzarte más; segundo, llevo todo el artículo sonando como un curilla... O me estoy haciendo demasiado mayor o los demás se están haciendo demasiado jóvenes.