Si algo caracteriza la época que nos ha tocado vivir es la revolución de la información que se completa con la revolución informática, tan importantes como en su día fue la Revolución Industrial. Ambas han cambiado radicalmente nuestras vidas y han globalizado el mundo. Cuando se inventó la máquina de vapor, sesudos científicos se preguntaban si el cuerpo humano sería capaz de resistir la vertiginosa velocidad del ferrocarril, igual que para muchos jóvenes es difícil pensar que hace 30 años la gente conseguía vivir sin móviles y sin internet. Hoy tenemos un exceso de información, se nos sale literalmente por las orejas y esto nos hace a la vez más libres y más controlados. Los medios de comunicación nos mantienen al corriente de acontecimientos que tienen lugar en la otra punta del globo: golpes de estado, terremotos, accidentes de aviación o éxitos deportivos que vivimos y vemos en tiempo real. Todos nos sobrecogimos en directo cuando unos terroristas estrellaron aviones contra el World Trade Center neoyorkino y muchos españoles nos abrazamos al mismo tiempo que los jugadores tras el gol de Iniesta en Sudáfrica, que valió una Copa del Mundo. Los teléfonos móviles nos mantienen en contacto con amigos y con la oficina mientras caminamos por la calle e Internet pone a nuestra disposición todas las hemerotecas, bibliotecas y museos del mundo, mientras wikipedia solventa dudas de última hora sobre nombres o fechas. Disponemos de tanta información que no somos literalmente capaces de procesarla y tenemos que recurrir a soportes como agendas electrónicas u ordenadores portátiles que se comportan como auténticos discos duros externos de nuestro cerebro, lugares donde almacenar la infinidad de datos (números de teléfono, contraseñas, etc.) que necesitamos en nuestra vida diaria.

Sun-Tzú decía que la información sobre los planes y movimientos del enemigo nos da poder sobre él y ayuda a derrotarle y por eso tan importante como la información es la forma de comunicarla. Ha habido muchas formas de almacenar y transmitir información y esa fue la razón por la que los sumerios inventaron la escritura hace 6.000 años, para llevar las cuentas (información) de la producción de alimentos y de su comercialización. Los incas usaban para estos mismos menesteres unos manojos de cuerdas con nudos, quipus, que hoy ya no sabemos leer. Escritura y cuerdas de nudos fueron nuestros primeros discos duros externos en los que apoyamos nuestra frágil memoria. Sin ese invento para guardar y transmitir información no hubiéramos podido desbordar nuestro entorno inmediato y probablemente seguiríamos viviendo en comunidades muy pequeñas.

Cuando no se podía esperar a que llegara el mensajero se recurría a otros métodos de enviar información. Las banderas nos decían si los que venían a lo lejos eran amigos o enemigos, igual que las torres de vigilancia que puntean nuestras costas enviaban información a los lugareños del avistamiento de velas sospechosas. Los indios de las praderas utilizaban el humo, los pastores de La Gomera se comunicaban por silbidos y las señoras de la Restauración alentaban o disuadían a sus admiradores a base de complicados juegos de abanicos y lunares que manejaban con soltura. Aun así, el radio de acción que alcanzaban estos sistemas estaba limitado por la necesidad de mantener un contacto visual (o auditivo) entre el emisor y el receptor de la información. Las cosas cambiaron cuando Morse inventó su código a base de rayas y puntos que se transmitían por cable y luego llegaron la ondas de la radio, la televisión e internet, aunque queda mucho camino por recorrer: nuestras ambiciosas señales en busca de vida inteligente en el universo apenas alcanzan a 0,1 del diámetro de nuestra propia galaxia. Tampoco dominamos la telepatía pero estamos en ello pues ya se pueden mover brazos ortopédicos con señales mentales enviadas a través de electrodos implantados en el cerebro. Todo se andará.

El Vaticano, que es un mundo particularmente refractario a las novedades, sigue anunciando la elección de papa por medio de una fumata desde la chimenea de la Capilla Sixtina que cuando yo era embajador ante la Santa Sede confieso que me costaba discernir si era bianca o nera. Y el nombre del nuevo pontífice no se hace por WhatsApp, Twitter o internet sino a grito pelado desde un balcón de la fachada principal de la basílica de San Pedro. No deja de tener su encanto.

Lo que no tiene es el absurdo de colocar a una señora vicepresidenta del Gobierno y a un señor ministro del Interior leyendo por turnos en televisión una interminable retahíla de votos, escaños y porcentajes en una monserga monocorde e ininteligible que aburría a las ovejas. Faltaban gráficos atractivos o elementos comparativos que las cámaras evitaban para ofrecernos un primer plano de sus augustos y aburridos rostros. Para mayor inri les dejaron colgados en plena letanía para transmitir una aparición en directo, creo que de Esperanza Aguirre. Un papelón. Y por si fuera poco, los datos que daban no eran definitivos pues solo se había escrutado el 80% del censo e hizo falta actualizarlos en cuanto se levantaron de sus sillas. No me gusta prohibir pero si tuviera que hacerlo prohibiría severamente aburrir al prójimo. Nunca he visto nada menos televisivo, menos sexy y más aburrido. Me parecía estar en el siglo XIX, aunque estoy convencido de que entonces las noticias de la Revolución Francesa o del Dos de Mayo circularon de forma más ágil y amena. En este país nuestro tienen que cambiar muchas más cosas de las que pensamos. Quizás estemos en el comienzo.

*Jorge Dezcállar es embajador de España en EEUU