Describía el semanario alemán Der Spiegel en su último número un panorama del horror, apoyándose en testimonios de víctimas y opositores del llamado Estado Islámico en Siria e Irak.

Hablan esos testigos de decapitaciones en las plazas públicas, del secuestro rutinario de mujeres para convertirlas en esclavas sexuales de los combatientes, de continuos atentados contra la población civil, del cierre de facultades universitarias donde se enseñan disciplinas que contradicen supuestamente a la sharia como la filosofía, el arte, la musicología o el Derecho.

Hablan también de todo tipo de prohibiciones como las de consumir alcohol, escuchar música occidental, afeitarse en el caso de los hombres, la de descubrir cualquier parte del cuerpo, salvo los ojos, para las mujeres o simplemente llevar camisetas con cualquier imagen: ya sea la de Mahoma o el pato Donald.

Es un régimen ciertamente de terror el que se está instalando en unos países que van camino de convertirse, si no se han convertido irremediablemente ya, en eso que los norteamericanos gustan de llamar «Estados fallidos».

Y mientras el mundo se pregunta cómo es posible que todo eso, que recuerda por su fanatismo y ciega brutalidad las peores guerras de religión de la Edad Media, suceda en el siglo XXI, habría que echar la vista atrás y ver cómo se ha llegado ahí, cuáles son las causas y quiénes los primeros responsables.

Decía Walter Benjamin, refiriéndose al fascismo, que éste ofrecía siempre testimonio de una revolución fallida, y, salvadas las distancias entre los fascismos europeos y eso que los neoconservadores llaman islamofascismo, algo de verdad hay en aquella sentencia del filósofo alemán.

En su lucha contra los regímenes de inspiración marxista como el de Afganistán o los de corte nacionalista surgidos de las revoluciones anticolonialistas que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos recurrió a la religión y al fundamentalismo religioso, jugando a aprendiz de brujo, es decir sin que parecieran importarle las consecuencias.

Lo vimos con los afganos, a los que el presidente Ronald Reagan, ansioso por acabar con un régimen de la órbita soviética, llamó en su día «luchadores de la libertad» y de los que luego saldrían los fanáticos talibanes, protegidos y protectores de Osama Bin Laden.

También en Palestina, donde Israel apoyó en un principio claramente a Hamás frente a la más moderada OLP de Arafat porque le convenía que la opinión pública mundial confundiese al pueblo palestino con su facción más radical, a la que poder luego tachar de terrorista para justificar la política anexionista de los territorios árabes.

Hemos visto cómo regímenes dictatoriales pero de corte laico como los de Sadam Husein en Irak o el libio del coronel Gadafi, que gozaron durante muchos años aliados del favor de Occidente gracias a su petróleo, perdieron de pronto ese favor con las consecuencias desastrosas que conocemos.

Y hemos sido testigos no sólo de la destrucción de esos países o de la vecina Siria, sino del avance simultáneo, en medio del caos allí reinante, que han sabido aprovechar los yihadistas, del Islam más fanático e intolerante, apoyado y alentado, todo hay que decirlo, por el wahabismo de Arabia Saudí.

Un Islam, como el que predica y trata de imponer el Estado Islámico, que, lejos de emancipar a la mujer, como ocurría bajo los anteriores regímenes laicos, la invisibiliza y convierte en simple esclava del hombre, como sucede en las monarquías del Golfo, que tanto nos gustan porque calman nuestra sed de petróleo y compran nuestras armas de última generación.

Algunos de los testimonios de dentro del Estado Islámico hablan de la venta de mujeres, muchas de ellas menores de edad, para solaz de los combatientes, lo que recuerda a las coreanas, filipinas y otras mujeres asiáticas utilizadas para esos mismos fines por los militares japoneses en la Segunda Guerra Mundial.

Y mientras denunciamos las decapitaciones y otros actos de barbarie del Estado Islámico, seguimos apoyando a un país como Arabia Saudí, que decapita también, aunque no sea con igual publicidad, y encarcela y da latigazos a sus disidentes, sólo porque firmamos substanciales contratos con su feudal monarquía.