Pasó la beatificación de monseñor Romero en El Salvador, tal y como anuncié hace semanas. Entonces, dije que, más tarde, comentaría la reacción eclesial y social ante un acontecimiento de tanta envergadura desde el punto de vista cristiano pero también social y hasta político. He dejado que transcurriera el tiempo, mientras observaba las esperadas reacciones de tantísimas personas que, durante años, parecía que suspiraban por este detalle eclesial, completamente marginado durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. En absoluto detalle noticiable porque Romero pertenecía a una clase de obispos católicos muy lejanos de las sensibilidades de ambos papas. La verdad es que nunca me extrañó, si bien pudo provocarme un profundo dolor por la sencilla razón de que, desde mi experiencia salvadoreña de los noventa, le admiré hasta límites descarados. Y su sepulcro en la catedral de San Salvador, cubierto de telarañas, me indignó hasta entristecerme. Y en parte, como creyente, he vivido en espera de su reconocimiento por parte de la Iglesia oficial y papal. Ahora pienso que estoy en situación de comentar las reacciones acontecidas entre nosotros.

Como ya sucediera con Pablo VI, parece que la beatificación de Romero apenas nos ha interesado, si tenemos en cuenta los actos celebrados con tal ocasión. Los forofos de Romero, callados. Las posibles celebraciones, mínimas en número y en calor. En la prensa y otros medios de comunicación, católicos y civiles, un silencio casi absoluto. En una palabra, que un arzobispo comprometido con una fe que produce justicia, como es el caso de Jesucristo, apenas ha repercutido entre nosotros. Y yo mismo no he movido un dedo para paliar esta ausencia de memoria de aquél al que la gente del pueblo centroamericano llamaba desde hacía años «San Romero de las Américas». Todos quietos. Todos de una maravillosa prudencia, no fuera a interpretarse que aclamábamos a un mandatario eclesial que por amor a los más pobres acabó por ser tildado de comunista, de revolucionario, de amigo de los teólogos de la liberación, y hasta de vendido a misteriosos capitales extranjeros. Nada de nada. La liturgia para quienes nos gustan. Y si nos gustan pero nos comprometen… calladitos, silenciosos, tal vez rezando en silencio. Una vez más, ser mártir es un fastidio. Así he visto yo nuestra reacción española y mallorquina. Y si me equivoco, por favor, corríjame.

Todo lo anterior tiene que ver, y mucho, con lo que nos está sucediendo con el Papa Francisco: nos gusta su talante, nos encanta su cercanía pastoral, hasta sus escritos decimos leerlos aunque no los leamos. Algunos comentan que «ya era hora de un papa del pueblo». Una maravilla. Sin embargo, uno contempla la vida eclesial y descubre que lo más solicitado por Francisco, que es cambiar para evangelizar en las periferias de la sociedad, de las ideas y de la gente, para nada aparece en el conjunto de acciones eclesiales por lo menos visibles. Es decir, como en el caso de Romero, estamos satisfechos, por lo menos muchos, de tal persona pero no damos señal alguna de serle fieles en su pensamiento y en su acción. No vamos a las «lampedusas» cercanas. No defendemos los derechos de los masacrados por la injusticia de la crisis. No procedemos contra el capitalismo salvaje. No gritamos públicamente contra la violencia de género. No nos apretamos el cinturón en favor de los que ya lo perdieron. Puede que ni oremos con su misma intensidad. Ni que nos vayamos a vivir a la Santa Marta de turno y demos bocadillos a los gendarmes que nos cuidan. De la misma manera, tampoco estamos entre quienes son discípulos auténticos de Romero de las Américas. Si hay pobres, para eso está Cáritas y tantos grupos solidarios. Si hay corruptos en cadena, pues qué le vamos a hacer. Si matan a los cristianos en África como corderos inocentes, pues qué terribles los musulmanes radicales. Y así una y otra vez durante nuestros días españoles y mediterráneos. Un hurra por Francisco y por Romero, pero nada más. Es lo típico de la terrible postmodernidad, tiempo de frivolidades y caretas.

Alguien me ha dicho al comentar esta cuestión que todavía estamos a tiempo de organizar alguna liturgia o acto civil oportuno, porque la afluencia está asegurada. Desde mi punto de vista, pasó el momento y a lo hecho, pecho. Carecemos de memoria histórica, pues carecemos. Romero ya es beato, pues qué bien. Le admiramos locamente, pues será cuestión de locura. Nos queda agradecer a Francisco el detalle con Romero y a Romero que diera su vida por los más pobres. Nosotros, callados.