El Ayuntamiento de Antequera ha lanzado una campaña para que ese conjunto de maravillas compuesto por el Torcal, la Peña de los Enamorados y los dólmenes sea nombrado patrimonio de la humanidad. La extrañeza nace para el lector porque esta solicitud sea cursada ahora y no hace décadas. Como antequerano guardo en mí una Antequera sentimental y privada que me conduce por el tiempo, guiado por la mano de mi abuelo entre los recovecos del Torcal, donde el visitante no puede evitar que la imaginación sitúe sobre los tórculos, hombres primitivos, lobos feroces que aúllan a la luna, o exóticos reyes llegados de otras galaxias. Incluso indios en lucha con el séptimo de caballería o así. Los años destierran al niño. La felicidad que ahora me infunde aquella gama de grises culmina en el descubrimiento de una planta humilde que arraiga entre la grieta mínima, o de esa cabra salvaje que se encontró conmigo en mitad de una niebla que dibujaba con nuevos perfiles la orografía mágica de aquel mundo limitado y frágil. Sólo voy al Torcal en días de lluvia. Mi padre, maestro nacional cuando yo era pequeño, me enseñó el misterio de los dólmenes en un domingo de invierno y llovizna. Mi Antequera personal siempre será fría y sola. Es mía y la ambiento como quiero. Mi padre me señalaba las inmensas piedras de la techumbre de la cueva de Menga, la magia que albergaban las losas que forman el pasillo de la de Viera. Ese mismo domingo en que la tarde se resumía en un brasero junto a la radio que chillaba los goles de la jornada, me enseñó dónde se ocultaba un mosaico romano frente a la arcada de los baños árabes. Cualquier recoveco antequerano sirve para amamantar una leyenda. En muy pocos puntos, que no sean un museo, se pueden recorrer en breves metros tantos miles de años de historia, parcela que relaciona, además, el nacimiento de la conciencia mítica y mística de la mano de la naturaleza y de los signos que ofrecía al imaginario del humanidad, como ese gigante bajo tierra del que la Peña de los Enamorados sólo muestra su cabeza por la que me encantaba correr y gritar por si lograba que despertase y además me explicara aquella acción romántica del suicido de los amantes que una vez y otra me contaban mis mayores al pie de la ladera.

Antequera nunca ha sido reivindicada de un modo efectivo. Junto a la grandiosidad de aquellas grandes piedras de Menga, de las que es muy difícil imaginar su transporte y manipulación, mi padre me hizo notar unos huecos excavados en los pilares para que ahí alojasen candiles durante décadas del siglo XIX en que el monumento funerario fue corral de cabras. Tuvieron que llegar los historiadores europeos a principios del XX para confirmar la importancia capital de aquellas construcciones y que se generase una cierta conciencia de preservación. En nuestros días, sociedad moderna y desarrollada, tal vez menos culta de lo deseable, nos encontramos con la falta de unos centros de interpretación adecuados o de una publicidad y estudios divulgativos que muestren la riqueza de aquellos parajes. Contrasta esta situación con el predicamento que se hace de este tipo de yacimientos en otras zonas de la península. En el País Vasco, Navarra o Cantabria, uno sigue mapas y carreteras tortuosas para descubrir cuatro piedras que no ocupan un volumen mayor al de una mesa de playa. Hace mucho que los buenos paños no se venden en el arca. Son necesarias investigaciones plasmadas en audiovisuales correctos, publicidad moderna y una difusión internacional que consiga la protección de estos patrimonios claros de la humanidad. Quizás así evitemos que sean dañados por especímenes tales como la o el descerebrado que utiliza una grieta en el Torcal o en la Peña como depósito de una lata de refresco. No estoy usando ningún recurso literario por desgracia. La iniciativa del ayuntamiento de Antequera, además expresada en lenguaje de signos, debe ser apoyada por todas las instancias gubernamentales españolas. La estación última de esta iniciativa tan tardía debe ser el conocimiento mundial de estos tesoros colectivos, a la vez que la toma de medidas que los preserven de la barbarie.

*José Luis González Vera es profesor y escritor