Mi amigo Daniel V. ha impartido un curso de escritura creativa en una universidad de verano. A su regreso, me cuenta que desde el primer día todos los ejemplos literarios que le venían a la cabeza pertenecían a escritores que se habían suicidado. Si citaba a Hemingway, era para informar de que se había dado un tiro en la boca; si a Virginia Woolf, para añadir que se había ahogado voluntariamente en un río; si a Foster Wallace, para comentar que se había colgado de una traviesa. Por las noches, al llegar a su habitación, repasaba las lecciones de la jornada y se hacía propósitos de no hablar al día siguiente de escritores suicidas. Pero el asunto le salía de forma involuntaria. Puesto que daba la impresión, escuchándole, de que todos los escritores se mataban, una alumna le preguntó si era mejor hacerlo antes o después de tener una obra. Mi amigo respondió que no había estadísticas sobre los autores que se suicidaban antes de haber escrito, lo que condujo la discusión hacia los escritores que no escriben.

-Si quieres mi opinión -añadió Daniel-, los escritores que no escriben son menos vulnerables que los que escriben, en parte porque no se han dado la oportunidad de fracasar.

Como cabía esperar, la idea de los escritores que no escriben produjo estupefacción en el aula. Un alumno preguntó si se tenía noticia de alguna novela genial no escrita por alguno de estos escritores que no escribían. Mi amigo Daniel V., que pertenece precisamente a esta categoría, le habló de un libro que tiene en la cabeza desde hace veinte años y que cada año mejora con supresiones o añadidos nuevos. Los alumnos se dieron cuenta entonces de que se habían matriculado en el curso de un loco y dejaron de acudir paulatinamente a clase. El último día, con el aula vacía, recibió la visita del padre de una alumna que le reprochó que hubiera hablado a los jóvenes de escritores suicidas, asociando de este modo la literatura a la muerte. «Es como si yo, que soy profesor de cocina, solo hablara en mis clases de cocineros que se han pegado un tiro», le dijo. «No es lo mismo», respondió mi amigo, que regresó a Madrid con la idea de escribir la obra maestra que tenía en la cabeza o, alternativamente, de tomarse cuatro cajas de ansiolíticos. Aún no sabe.