En una república ideal, sus dirigentes serían los más rectos y nobles, también los más justos y ecuánimes, preocupados en todo momento y únicamente por el bienestar de los ciudadanos.

Serían además los más sabios y clarividentes, capaces de vislumbrar a tiempo los peligros que siempre acechan a fin de prevenirlos.

Y cuidarían sobre todo de que la cohesión y la paz sociales no se vieran amenazadas por el egoísmo de unos pocos, obsesionados sólo por acumular riquezas a costa de la mayoría.

Pero nuestras democracias, llámense repúblicas o monarquías, poco tienen que ver, por desgracia, con esa república ideal que describimos. Basta mirar lo ocurrido los últimos años en este país de nuestros pecados.

Aquí, desde que la justicia, si bien a trancas y barrancas, comenzó a cumplir lo que cabía esperar de ella, los ciudadanos nos hemos estado desayunando un día sí y otro también con titulares sobre nuevos escándalos de corrupción, a cual más grave.

Baste citar casos como los conocidos como la Operación Malaya, la trama Gürtel, los ERE andaluces, el saqueo de Valencia o la fortuna oculta de los Pujol en Cataluña, casos que afectan a distintos partidos y constituyen una preocupante radiografía de buena parte de nuestra clase política.

Pero no somos únicos en eso: otro tanto ocurre en países de nuestro entorno, por ejemplo, en Italia, donde los medios hablan del Ayuntamiento de su capital totalmente corrompido por la mafia, que ha pagado sobornos y trucado la concesión de obras y contratos además de manipular elecciones y lucrarse con los inmigrantes.

Parece como si en todas partes la política, en lugar de llamar sólo a los más nobles, a los más honrados y altruistas, a los preocupados únicamente por el bien común, atrajese en muchos, demasiados casos a personajes sin escrúpulos, maniobreros además de mediocres.

Es como si ciertos individuos se hubiesen apuntado a la política únicamente como forma de medrar en ella, sin que les importase la ideología del partido en cuyas siglas militaban y dispuestos a cambiar de chaqueta si ello beneficiaba a sus intereses personales.

Políticos que aprovechan su paso por las instituciones para tejer una red interesada de contactos que les permitirá luego seguir medrando con su bien remunerada presencia en consejos de administración o como asesores de grandes empresas.

Esa codicia no es algo que distinga tampoco a los políticos del que los alemanes llaman despectivamente el Club Med, es decir los supuestamente más venales mediterráneos.

Hemos visto contagiados por parecido afán de lucro a muchos políticos de otros países, demasiado dispuestos, por ejemplo, una vez dejado el cargo, a actuar de consejeros o lobistas de multinacionales o dictadores a cambio de sumas importantes.

Con la llegada de nuevos partidos al panorama español, todo el mundo, empezando por ellos mismos, habla aquí de un «nuevo tiempo» en política. Suena bien y a uno le gustaría creerlo. Haría falta también que la justicia comenzase a funcionar con la celeridad, imparcialidad y eficacia que no ha mostrado hasta ahora y la prensa cumpliese cabalmente su función de control de las instituciones. Y, sin embargo, en vista de los antecedentes, un cierto escepticismo está justificado. Conviene no bajar la guardia en ningún caso.