Cada año que pasa tiene uno una manera distinta de no ir a los Sanfermines. La primera vez que no fui a los Sanfermines era adolescente. Habría deseado ir a liarla parda, a dormir en la hierba, a caerme ciego de calimocho y a entrarle a toda bicha viviente. Siempre con el pañuelo rojo inhiesto. No me dejaron mis padres. Luego maduré. Pero no mucho, no vayan a hacerse una idea equivocada de mí. Y entonces no fui a los Sanfermines porque aunque estaba igual de tieso que cuando era muy joven, se me rajó un amigo que iba a acompañarme a Pamplona. Teníamos comprada hasta una bota de vino hecha en Ubrique. Luego llegó otro año pero tenía novia y la chica prefería Laredo o Santoña. Al la del año siguiente le dio por Conil o Zahara. Las novias es que son muy de ir a Zahara. Luego va uno y, claro, lo pasa estupendamente comiendo atún y bañándose, pero no hay toros corriendo ni bulla, ni australianos con los que confraternizar mojando chistorra en huevo frito ni esa algarabía que te deja suspendido en el tiempo de la alegría. Estás en la playa gaditana tan ricamente pero no puedes evitar pensar que a esa hora podrías estar en la plaza del Castillo tomando un golpe o siguiendo las huellas de Hemingway o visitando a un amigo herido por asta de toro antes de conceder una entrevista a TVE para decir que el encierro había sido muy peligroso y que las ambulancias vinieron con singular rapidez. Van pasando los años y cada vez no vas a los Sanfermines con mayor perfección. Cada vez es mayor el arrepentimiento de no ir. Cada vez mayor la argumentación consoladora y banal tipo bueno... habrá mucho ruido y mucha gente y bla, bla, bla. Llega un año en que tu no Sanfermines es un San Fermín completo, porque conoces la fiesta y a tanta y tanta gente que ha ido y que te cuenta sus vivencias allí. Con el pasar del tiempo uno perfecciona el tono con el que cantar «pobre de mí»; se hace expertos en cómo los toros embisten por Estafeta y ya puede recrear sin problemas una comida en un txoco, confraternizando y no pudiendo con el chuletón pero sí con el gin tonic y el pacharán. Todo imaginario pero real, sí. Y feliz. La vida avanza sin Sanfermines. Y llega la feria del lugar y siempre hay alguien que dice que son como los Sanfermines pero en pequeño. Después de ese comentario uno se siente pequeño. El que lo profiere, se siente grande. La vida es lo que ocurre entre San Fermín y San Fermín. Del año que viene no pasa, decimos todos los años. Pero no: del año que viene no pasa. Entre otras cosas porque el día menos pensado le da a uno un chupinazo. Vendrá la nada y uno se habrá perdido los San Fermines. Así, tontamente.