Hoy os llevo a hacer un recorrido por una Málaga que estuvo hecha para dos. Una ciudad que tiene ocho huecos con sus momentos. Esa ciudad nace en la Universidad, allí en Teatinos, en una facultad trufada de ordenadores Apple y una bolsa de chicles en época de exámenes. Ese escenario para dos, antes de trasladarse al Centro, pasa por el Calvario, donde resuenan conversaciones de una pareja que habla de sus abuelos. Los de ella, republicanos, los de él, falangistas. Pero eso es agua pasada, porque ella allí, al pie de aquel árbol en la última curva, también ha hablado de lo duro que es que una amiga te haga daño. De sentimientos.

¿Qué es una ciudad sino sentimientos? Ver pasar la Navidad entre cervezas en un bar donde se cruzan dos callejas. Allí, donde se vieron la primera vez, volaron en globo al año siguiente, se miraron mal el tercero y al cuarto uno de los dos, iluso, esperaba encontrarse con el otro.

Porque cada calleja es un verso, como San Agustín con su recacho a la vera de la iglesia donde subirse para estar más cerca de la luna. Subir a la luna solo se ve en las películas, pero en las películas se ven máquinas de escribir, parejas encerradas en un baño€ De película es tener una sala para dos, como aquella vez que presidieron una proyección que fue un regalo. Noches de cine, que sin proyecciones, empezaban con un cubo de cerveza en la plaza de las Flores, que seguían con discusiones por quitarse la palabra comiendo pipas en una plaza en la que el presente les dolió en el futuro. Todo para acabar en la calle del comunero. Así, entre revoluciones. Él, revolucionado y arrasado. Ella, revolucionaria y arrasadora. Esa era la ciudad, colgada de la pared a miles de kilómetros. Como ahora. A miles de kilómetros.