Me seguía gustando Meg Ryan, puede incluso que más que antes. Es verdad que su rostro no tenía ya, lógicamente, el frescor de Cuando Harry encontró a Rally -la del orgasmo que la llevó a la gloria- ni la promisoria sonrisa infantil, pero su código facial había ganado en sapiencia (alguien podría llamarlo perversión), y tenía intactas las vías de entrada al alma de la que había sido, e íntimamente, ahora remetida a otro lugar más hondo, tal vez seguiría siendo. En un rostro conocido podemos seguir gozando del que fue, y ahora además enriquecido por el que es, dándonos una imagen bidimensional, que es sencillamente la del tiempo. Ese es el secreto enaltecedor de la memoria. El nuevo rostro no me dice nada: Meg se ha ido para siempre. No toda cirugía estética provoca esas rupturas. Cuando lo hace no sólo aparece un extraño, sino que nos ofende su voluntad de romper con nosotros.