Si algo ha tenido de bueno el referéndum griego, cualquiera que sea finalmente el resultado de ese ejercicio - renuncia por el Gobierno de Atenas a algunas de sus pretensiones o salida del euro-, es que ha demostrado la necesidad en la Unión Europea de un profundo debate democrático.

Resulta en cualquier caso patético que un filósofo tan mimado de los medios de Occidente como Bernard-Henri Lévy trate de enseñar en qué consiste la democracia no sólo a los díscolos griegos, sino a millones de europeos que no están dispuestos a aceptar sin más el trágala del eje Berlín-Bruselas.

Será tal vez muy democrático desde un punto de vista puramente formal un pacto fiscal decidido por la mayoría conservadora europea con la anuencia, es cierto, de otros gobiernos, demasiado débiles, sumisos o acobardados para oponer la mínima resistencia.

Lo será, pero las consecuencias inmediatas son unos desequilibrios intolerables entre países, que los más perjudicados a intentar corregir mediante depreciaciones salariales y recortes sociales, que, como en el caso griego, no sólo no han ayudado a que despegue la economía sino que son causa de indecibles sufrimientos entre la población.

¿No es demagogia criticar como hace BHL el entusiasmo que ha suscitado el ´no´ griego en algún partido tan poco presentable como el Frente Nacional de Marine Le Pen o, en el otro extremo ideológico, en los partidos de la izquierda alemana o la francesa de Jean-Luc Mélenchon?

Porque si partidos como ésos tanto le asustan, debería antes de nada preguntarse por qué, si no es por el alejamiento de muchos gobiernos de los problemas reales de los ciudadanos, no dejan de prosperar últimamente en Europa partidos ultranacionalistas y xenófobos como el de Le Pen, la Lega Nord italiana, el húngaro Jobbik o sus equivalentes del norte del continente.

Tal vez el referéndum griego no haya cumplido estrictamente los requisitos que los puristas podían esperar de una consulta de ese tipo, pero la respuesta, ese atronador ´oxi´ (no) , no deja lugar a dudas y expresa el hartazgo de los ciudadanos con la cura de caballo a que durante demasiado tiempo han sido sometidos.

Además, un pueblo orgulloso como el griego no podía aceptar tampoco que otros le ninguneasen por haber tenido la osadía de elegir a un Gobierno que no era del gusto de quienes hoy mandan en Europa.

Hay miedo a la democracia, y, como teorizó en plena guerra fría el periodista y politólogo estadounidense Walter Lippmann, se ha extendido la opinión de que los asuntos de gobierno son demasiado complejos y difíciles como para dejar que los debatan libremente los ciudadanos. La gobernanza, como ahora se dice, es cosa de especialistas y tecnócratas.

A los ciudadanos se los consulta una vez cada cuatro años para que decidan ya no entre programas, sino entre eslóganes, pues a eso se está reduciendo últimamente las campañas a la americana, y una vez decidido el voto, el Gobierno resultante, sobre todo si consigue una mayoría se considera con derecho a hacer de su capa un sayo, como ha ocurrido aquí.

El primer ministro Tsipras no es por supuesto el único demócrata de la eurozona, como dice con ironía BHL, pero no creo que puedan tampoco dar muchas lecciones algunos políticos de países de la antigua órbita soviética rápidamente reconvertidos al neo-liberalismo para demostrar a Occidente su «pureza de sangre».

Con todas sus deficiencias, la consulta democrática al pueblo griego ha tenido al menos la virtud de poner sobre el tapete la necesidad de debate, de discusión abierta y de contraste de programas y propuestas, y no su aprobación en oscuros conciliábulos, por muy democráticamente elegidos que hayan sido sus participantes.

Otra cosa es que no hayan acometido los griegos hasta ahora una reforma fiscal que merezca realmente ese nombre, que no hayan recortado los excesivos gastos en Defensa -aunque ¿a quién compran las armas?- ni atado corto a la Iglesia ortodoxa.

Pero calificar de modo general de «extremistas» a quienes no aceptan el pensamiento único, como hacen tantos políticos y medios de comunicación, sólo significa que éstos han interiorizado a tal punto ese pensamiento que son incapaces de aceptar que hay otras formas menos traumáticas y a la vez más democráticas de intentar superar una crisis que sólo ha servido para aumentar las desigualdades.