A bordo de una pantalla, la gente vive las prisas del instante. Con las yemas subiendo y bajando la rauda velocidad de la vida, sin degustar las pausas, el placer de extraviarse dentro del tiempo para suceder en otra parte. A solas con las sedas del silencio, frente a las páginas del mar sobre las que escribir un poema, un sueño, una fuga. O dentro del sonido de la lluvia, en el que descubrir las cenizas de un grito roto del cielo o qué se derrama de las nubes cuando su lujuria. ¿Existen estos escondites y hallazgos dentro de la vida móvil que habitamos? Hoy día no se filtra el tiempo ni se busca gozar su naturaleza huidiza. La gran mayoría lo consume superficialmente, saltando vertiginosamente de una información a otra. La gente ha olvidado que en la lectura de buenos libros, en la conversación abierta con nosotros mismos y con el otro, en el amor y sus estaciones, en el trabajo y o vagabundeando por el pensamiento, encontramos nuestra identidad, ideas claras de que en lo real somos reales e irrepetibles. En el otro mundo, el digital, el tecnológico, en el que cada día más gestionamos nuestro yo y nuestras relaciones, somos fantasmas binarios y en zigzag. Aislados, sin darnos cuenta, en un mundo iluminado ininterrumpidamente, en permanente exposición y visibilidad, donde nada de lo íntimo puede permanecer oculto o en el ámbito privado.

Lo veo a diario. En el metro, en el autobús, en las cafeterías, en restaurantes. Incluso en los cines. Gente rodeada de gente, con la nuca inmersa en la pantalla y la atención cautiva y ensimismada, en lugar de hablarse con la mirada, seductores, cómplices, a refugio, frente a la mirada de sus parejas, de sus amigos, de otra persona sobre la que encontrar la manera de llamarla por su nombre o dibujarle una sonrisa con la que citarse otro día. Incluso cuando se hablan, comensales, en reuniones de trabajo o en instantes evasivos, el hilo de sus palabras es discontinuo porque están vigilantes, disponibles para contestar. Ni siquiera se dan cuenta de las ridículas expresiones que se les pone en el rostro mientras surfean por la hiperconexión. Sólo les falta susurrarse las caricias a través de las pantallas. Todo llegará.

España está a la cabeza de la Unión Europea en número de smartphones (23 millones). Solo el 24% de los españoles prefiere comunicarse en persona; el 35% opta por la mensajería instantánea y el 33,5% llama por teléfono. Según el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) revisamos el smartphone unas 150 veces al día; el 48% de los españoles asegura estar continuamente pendiente del whatsapp, o de otra aplicación similar; el 87% lo tiene al lado las 24 horas y un 80% confiesa que lo primero que hace al levantarse es mirar el teléfono. Unos cuantos más también lo hacen cada vez que se despiertan durante la noche o cuando van y vienen del baño en mitad de la noche, donde el sueño es precisamente la mejor de las pantallas. La adicción tecnológica ataca sobre todo a los más jóvenes, los llamados nativos digitales que consultan hasta 150 veces al día sus dispositivos electrónicos. Hace poco la University College de Londres publicó un estudio indicando su incapacidad de analizar información compleja al ser más propensos a leer a toda prisa y de forma más superficial. El último barómetro del CIS señala que la mitad de españoles no compró ningún libro en 2014 y que el 35% no lee nunca. Unos datos que certifican ésta nueva manera de leer la vida y responder sin detenerse un instante a reflexionar. No es raro que el empobrecimiento mental que conlleva, vinculado al estrés de la inmediatez del tiempo y de las convicciones que se ocultan, produzcan que un alcalde diga que las mujeres cuantos más desnudas, más elegantes. Una ridícula frase que se convierte en agresión verbal y que certifica la sensibildiad cultural de nuestra clase política.

Da la sensación de que la prisa y la interconexión certifican el prestigio. Si uno está muy ocupado es un buen profesional. Sin embargo, las prisas del tiempo nos enferman, y no dejan de aparecer patologías. La nomofobia es uno de ellas, el miedo a no tener encima el móvil o a padecer la ausencia de señal. Las dificultades de concentración, la inestabilidad anímica, y el temor a estar desconectados, figuran entre los síntomas. También está el síndrome de la llamada imaginaria, que afecta al 80% de los usuarios de telefonía móvil que creen haber recibido una llamada o están convencidas de que el teléfono vibró. No es extraño que aparezcan empresas, como Desintoxicación Digital, que tratan de que sus clientes abandonen el hábito de estar todo el día mirando el móvil por lo menos durante el fin de semana, a través del contacto directo con la naturaleza. Y por el otro lado, están las personas que se sienten excluidas o avergonzadas, laboral y socialmente, si no tienen un último modelo tecnológico con el que participar en la orgía de la comunicación.

Cuando la vida se convierte en correr de un lado para otro, sin saber a dónde se va ni a qué se ha ido, y la identidad, la popularidad o el éxito dependen de la hiperpresencia digital, es lúcido pensar que lo importante es estar a gusto con nuestra vida y crecer de otra manera más enriquecedora. No es extraño que surjan voces defendiendo el bienestar de la vida analógica o declarándose amishs tecnológicos. También los que, al igual que el fallecido Omar Sharif, decidimos vivir con intensidad cada instante como si fuese el último, pero sin prisa por extinguir su magia y su belleza.

El derecho a elegir el ritmo de vida y su autenticidad es un preciado signo de conocimiento y libertad.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com