El destino fatal de todos los astros es su extinción, pero el astro, cuando vive el apogeo de su luminosidad, no puede verlo, porque le ciega su propia luz. Decir «destino fatal» es redundante, pues destino y fatalidad vienen a ser lo mismo, pero el idioma se hace con redundancias: cuando una palabra empieza a dejar de decirnos surge otra que dice lo mismo que la que pierde significado. Así que a las palabras al final les pasa igual que a los astros y a todas las cosas, un día empiezan a perder luz. Si las lágrimas de Iker Casillas le han llegado a la gente, incluso a los críticos que lo habían desequilibrado, se debe a que en ellas vemos el sentido último de toda luz, y también la resistencia a aceptarlo. Es la belleza trágica de una lenta puesta de sol, que no tiene el consuelo de verse en el espejo. Esto resulta cursi, pero no más que las lágrimas del buen Iker, o que la vida misma.