Tras varios dirigentes del PP, cayó Rajoy en la tentación de burlarse por la presencia de una gran bandera constitucional española en la presentación del líder del PSOE como candidato a la presidencia del Gobierno en las próximas generales. No pasaría de chascarrillo electoralista si el hecho careciera de significación política. Pero la tiene y es muy seria al final de una legislatura en la que, por primera vez en democracia, reivindican las instituciones catalanas un presunto derecho separatista y se disponen a plebiscitarlo de la manera que sea. No menos significativas son la llamada a la convivencia en el seno del republicanismo socialista ni el previsible final de la proscripción de la bandera en todas y cada una de las expresiones públicas no promovidas por la derecha. Pedro Sánchez ha hecho explicito un compromiso de unidad en la diversidad.

Al reaccionar como si les hubieran robado un patrimonio exclusivo, los populares se equivocan. Cada cual es dueño de valorar los símbolos según sus ideas, pero la adhesión a los establecidos por la norma angular del sistema es algo más que un gesto oportunista. La reciente conferencia política para la refundación o el simple relanzamiento de una marca en declive, como es la del PP, debería celebrar estos hechos en lugar de permitirse ironías. Más aún cuando en sus alturas militan algunos que no refrendaron la Constitución de 1978. Y todavía más teniendo en cuenta las sobrepasadas cesiones de soberanía que no pueden disimularse con la incesante autopropaganda de recuperación que mantiene una de las mayores cuotas de paro de la Eurozona, y la mayor de todas en desempleo juvenil, forzada emigración y obligaciones sociales mal o nada cubiertas.

El PSOE propone ahora el debate de una reforma constitucional con la profundidad que exigen su insólita vigencia en la vida española y las transformaciones de una coyuntura de cambio tan imparable como la presente. Es absurdo criticar la idea en base a su inconcreción, cuando bien sabemos que una receta específica sería boicoteada desde el origen. Pero negar la necesidad es desconocer el mundo real, y temer efectos electorales parece gratuito sabiendo que promulgar cambios ya es imposible en lo que queda de legislatura. Unas bases de acuerdo para entrar en la próxima serían la mejor prevención frente a vuelcos maximalistas que en asuntos constitucionales es mejor conjurar a tiempo. Ahora se plantea el pacto para una acción reformadora que, si se deja pasar, será impotente reacción con un nuevo mapa del poder.