Publicaba el otro día una foto de la nueva alcaldesa de Madrid en la calle junto a sus colegas de Zaragoza y Valencia. Se los veía a los tres caminando sonrientes y distendidos mientras la primera, que llevaba colgado del hombro un gran bolso que no era precisamente de Loewe o Louis Vuitton, saludaba con la mano abierta a una vecina.

Era la imagen espontánea de cómo nos gustaría ver a los alcaldes, pisando diariamente la calle, recorriendo los barrios, acudiendo al trabajo a pie o en bicicleta, si es que viven cerca del Ayuntamiento, sin rehuir los medios de transporte, informándose de primera mano de los problemas de la ciudad que gobiernan y del estado de ánimo de sus conciudadanos. Alcaldes que no tendrían miedo de salir de sus casas o sus despachos a cualquier hora del día y de hacerlo sin escolta por no temer que alguien los insultase o que los acusasen de haber abusado de su cargo o del dinero del contribuyente.

Estábamos desde tiempos del franquismo, que ya es decir, acostumbrados, a otro tipo de políticos municipales, a individuos a los que sólo veíamos muchas veces en alguna foto o por televisión inaugurando algún monumento y que parecían no estar dispuestos a renunciar al coche oficial para ningún traslado, por breve que fuera. Incluso en poblaciones más pequeñas, uno ha escuchado a los vecinos quejarse de la lejanía del regidor al que un día eligieron y que tan rápidamente se olvidó de sus promesas de escuchar siempre a quienes pagan su sueldo y a los que supuestamente sirve.

Uno ha visto en ciudades mucho más grandes y complicadas que cualquiera de nuestro país como es Londres a un alcalde como el actual, oxfordiano de educación, remangarse diariamente las perneras del pantalón y montarse en bicicleta para ir a su despacho junto al Támesis. Y no es ni mucho menos el único regidor de una gran capital europea en utilizar tan ecológico medio de transporte, dando así ejemplo a sus convecinos, demasiado acostumbrados, ay, también a las cuatro ruedas. Pero aquí parecía por lo menos hasta muy poco que el coche oficial confería estatus, y los políticos no eran nadie sin subirse a él y hacerse llevar a todas partes por un chófer que les abra y cierre la puerta. Aquí, coger el metro o un autobús parecía cosa de plebeyos, y no digamos ya ir en bicicleta, algo propio de penenes de universidad o perroflautas y en cualquier caso indigno de dirigentes políticos.

¿Por qué siguen por otro lado los expresidentes de gobierno y otros ex altos cargos con coche oficial y escoltas que los vigilan día y noche cuando la organización terrorista vasca ETA, la única que podía amenazarlos, hace ya tiempo que dejó de matar? ¿No es acaso un injustificable privilegio y un abuso del dinero de todos?