El otro día entré en el armario y sorprendí a las corbatas quejándose del desempleo que sufren. Una muy espabilada, de vivos colores, le decía a la azul, tenida siempre por sosa, que por lo menos ella era desempolvada para algún bautizo o para cuando hay que ir a darle un sablazo a alguien o para cuando participamos en alguna mesa redonda. Otra, de muertos colores, le estaba gritando a una verde con el nudo Wilson hecho, que se anduviera con ojito, que a la próxima entrevista de trabajo a la que fuéramos iba ella, que llevaba ya tres años sin ver la calle. Iba a intervenir una morada que portamos para la boda de un entomólogo jubilado que se unía a una jueza de Pedraza, pero le dio corte cortar a la de muertos colores, que estaba raída y ajada, deshilachada y además no tenía marca. Las de Loewe, tan serviciales, elegantes y altivas estaban al fondo. Ellas han sido siempre poco gregarias y prefieren darle palique a las camisas, sobre todo a las lisas, que son muy de ligar con las corbatas. Sin son camisas blancas o azulonas no me importa, pero una vez pillé in fraganti a una camisa a cuadros, o de cuadros, rojos tratando de camelarse a una de ellas, que tenía dibujitos en forma de flores de Lis. Anda ya, dónde te crees que vas tú... le dije. No sirvió de nada.

Procedieron a besarse. En el cuello, claro. La escena fue contemplada por una anciana pajarita malva que tuvo su gloria en las fiestas de fin de año de los ochenta. Desde entonces lleva en el armario. Se casó con una chaqueta negra de terciopelo, que murió el año pasado, y con ella tuvo una pajarita floreada, un pañuelo blanco, unos calcetines de invierno y unos gemelos gemelos. Se da el caso de que tengo gemelos que no son iguales. Quedan muy bien con una camisa de seda que me dio suerte en una fiesta en Ibiza pero que perdió su carácter de talismán en un examen de estadística donde al señor que vigilaba los exámenes lo apodaban Góngora porque se apellidaba Quevedo.

Corbata es un palabro que viene del italiano que a su vez lo tomó del croata. Los jinetes croatas en el XVII llevaban vistosos pañuelos al cuello. Luego ya en la guerra de los balcanes se puso de moda otra corbata: un buen tajo en la garganta por donde se sacaba la lengua. Debía ser una corbata excesivamente roja para nuestro gusto. Lo del armario se estaba tornando en algarabía y hasta la corbata macarra, negra y de cuero, muy delgada ella, estaba un tanto amedrentada ante tanto griterío. Cogí un polo. Un jersey de verano de manga corta, quiero decir. Me pusieron la habitual mala cara. Vendrán mejores tiempos, les dije. De lunares era la que me dio un bofetón.