Lo primero es no caer en la trampa que tan hábilmente pretenden tendernos quienes nos gobiernan: la de enfrentar a unos pensionistas, a unos ahorradores, a los ciudadanos de un pueblo europeo con otros. Es decir, a los griegos con el resto de los europeos, que les prestaron su dinero.

No hay más que ver lo que dicen machaconamente ciertos políticos y repiten como bien adiestrados papagayos tantos comentaristas en los medios de comunicación. El dinero prestado hay que devolverlo religiosamente. ¿Quién va a decir que no?

Y, sin embargo, como señala el catedrático de Ciencias Políticas Vincenç Navarro, es el colmo del "«cinismo político» presentar la ayuda a los bancos como un acto de solidaridad con el pueblo griego.

Estados que rescataron a los bancos con dinero público a costa del bienestar de sus clases populares presentan ahora a Syriza, el partido gobernante en Grecia, como el malo de la película, alguien que no quiere devolverles a los pobres pensionistas europeos el dinero que éstos prestaron a los prejubilados de oro griegos.

Los bancos (alemanes, franceses, holandeses y británicos, fundamentalmente), agrega el profesor catalán, se enriquecieron comprando bonos del Estado griego, sumamente rentables, pero cuando vieron que Grecia podía quebrar y que no sólo corrían el riesgo de dejar de cobrar sus intereses, sino de perder también el principal, pidieron a los Estados que compraran la deuda pública griega que tenían en sus carteras.

Algo que éstos, hicieron inmediatamente - demostrando una vez más quién manda realmente aquí-, sin que los gobiernos de la Unión Europea tuvieran mandato expreso para tal rescate bancario y que se presentó a la opinión pública del continente como ayuda directa al pueblo griego.

Quienes idearon esa hábil maniobra sabían que sería más fácil con ayuda también tanto del BCE como del FMI presionar a un gobierno débil como el de Atenas para que devolviera el dinero a sus acreedores internacionales. ¿Qué más les daban los sacrificios que tuviera que seguir haciendo para ello el pueblo griego?

Ahora es fácil decirle al ciudadano medio español o al jubilado bávaro que los griegos amenazan con quedarse con el dinero que ésos tan generosamente les prestaron. El enojo de un público desinformado está más que garantizado.

Sobre todo si nadie les explica que más de un 80 por ciento de esa deuda no fue a parar a los jubilados, los parados y en general los ciudadanos griegos, sino que sirvió para rescatar una vez más la banca privada.

A los griegos se les ha puesto una pistola en la sien para obligarles a devolver todo lo que deben. Las clases populares tendrán que aceptar nuevos sacrificios, subidas de impuestos, recortes de servicios públicos y privatizaciones, que, como es bien sabido, son casi siempre pan para hoy y más hambre para mañana.

Se les exige algo así como la cuadratura del círculo: devolver una deuda que no ha dejado de aumentar en un contexto nacional de crisis. Es decir, seguir administrándole la misma medicina que ha estado a punto de matar al enfermo.

De nada ha servido que los griegos se quejaran de que sean precisamente los alemanes, el mismo pueblo que los invadió en la Segunda Guerra Mundial y causó en ese país muerte y destrucción sin límites, quienes vuelven a ponerlos ahora contra la pared aunque esta vez no sea con tanques y fusiles sino con el arma económica.

Se lamentan aquéllos con razón de que a ellos no se les permita ahora siquiera un respiro como el que dieron los aliados a la Alemania derrotada cuando en el congreso de Londres de 1953 se realizó una quita del 50 por ciento de la deuda resultante del tratado de Versalles tras la Primera Guerra Mundial.

Por si aquel trato de favor fuera poco, se permitió a ese país devolver el resto de su deuda exterior en un plazo de treinta años, condicionando además la devolución a la existencia de un superávit comercial y limitándolo a un 3 por ciento de las ganancias por exportaciones. Condiciones que ya quisieran ahora para sí los griegos.

Como dice el economista francés Frédéric Lordon, el gran problema de la Europa actual es la práctica desaparición de la política, que se ha dejado comer el terreno por un economicismo que sólo cree en los «ratios» como los del Pacto de Estabilidad y Crecimiento.

El gobierno de los hombres en que ha consistido siempre la política ha dado lugar a la administración de las cosas, y ahora tenemos a una generación de supuestos líderes cuyo único horizonte es el fetichismo de los números.

¿Debe extrañarnos que en medio de tantos tecnócratas ganen cada vez más terreno demagogos y ultranacionalistas como la francesa Marine Le Pen, que ponen al menos en la acción política una pasión que les falta a Merkel, Hollande, Rajoy y a tantos otros?