Uno estrena, ilusionado, unas sandalias y de pronto la vida se convierte en un pequeño infierno. Las sandalias son baratas, elegantes, de planta cómoda y frescas, algo que se agradece con estas temperaturas, pero sus tiras de cuero negro cruzadas en el empeine cortan como cuchillas de asesino múltiple, desuellan sin piedad todo lo que acerque a ellas, convierten la piel en el mostrador de una carnicería. Aunque en la zapatería lucían inocentes, casi cándidas de tan ensimismadas como se mostraban en la vitrina de cristal impoluto y luego reflejadas contra el espejo bajo, una vez que han salido de allí se ha impuesto un mal humor que saja todo lo que se ponga a su alcance. Esas sandalias le odian a uno. Esas sandalias le ponen zancadillas a uno para estropearle su vocación andariega. Esas sandalias, alérgicas al trabajo para el que fueron creadas, se niegan a colaborar con la marcha de los acontecimientos (en este caso, los de una persona en concreto, la que las ha adquirido en la tienda), una rebeldía de la materia si nos ponemos filosóficos o, si sólo nos ponemos inmediatos, un fastidio para el que se ve obligado a calzárselas.

Las sandalias de las rebajas le dan dentelladas a uno como si fueran pirañas hambrientas que convirtieran, por asociación de ideas y por el rictus de dolor que dibuja en el rostro, las grises aceras de la ciudad en peligrosos afluentes parduscos del Amazonas. Mordiscos o rozaduras que uno, en defensa propia, intenta paliar con tiritas y otros productos de farmacia que sólo sirven a medias, es decir, hasta que la piraña se libra de las primeras a cabezazos y demuestra lo inútil que ha sido el dinero gastado en los segundos. Uno, entonces, resignado, avanza con precaución, pasito a pasito, eternizando sus gestiones (el mercado, el banco, la librería, la piscina, correos, el cine, la terraza del bar) y dándole a su vida cadencias de un adagio ejecutado, qué remedio, por una orquesta de caracoles y tortugas. Las sandalias detienen el tiempo, lo crucifican, le hacen gritar de desesperación y de rabia.

Rozaduras bordadas sobre la piel por unas sandalias que siguen siendo hermosas pero cuya hermosura ha quedado oculta detrás de su crueldad. Rozaduras de unas sandalias salvajes que alguna vez, si hemos de creer en experiencias anteriores, y aunque a estas alturas parezca imposible, seremos capaces de domar y de poner gozosamente a nuestro servicio. Rozaduras como hachazos en el centro mismo del tronco de nuestros minutos, de cada uno de los segundos de pronto autoconscientes de nuestra existencia. Rozaduras que ni siquiera tienen la cortesía de regalarnos una metáfora, un símbolo, una enseñanza que justifique su advenimiento. Podrían hacerlo porque poseen ingredientes universales (la despaciosidad de lo esencial, el sufrimiento como puerta a los secretos del espíritu, la invitación a descalzarse o desnudarse para sentir mejor lo natural), pero las rozaduras no son budas ni cristos sino una feroz voluntad obtusa de fastidiarle a uno por el placer de fastidiarle. Uno no puede defender las rozaduras, las túrdigas que arranca con sus látigos sedientos de sangre, su inmisericordia estructural, su falta de respeto al verbo pasear, su desamor por la distancia y la corriente de la vida. Uno susurra a las sandalias para calmarlas como aquel hombre que susurraba a los caballos para convencerles de su amistad y así evitar que se encabritaran y le descalabraran, pero las sandalias, al contrario que los inteligentísimos caballos nobles, son sordas y cabronas. Y lo peor de todo es que ya no se pueden devolver.