Ya era hora de que alguien tomara medidas legislativas contundentes. El alcalde de Ador, un municipio de Valencia, ha decretado silencio en el pueblo ahora en verano desde las 14 a las 17 horas. Para alguien con cierto espíritu ácrata es difícil aplaudir una norma, máxime si tratamos de labrarnos una carrera de enfant terrible. Sin embargo, nos encanta esta iniciativa. Nos encantaría incluso que tuviera rango de Ley. Acaso, por ponerle un pero, ya se sabe que un articulista al cabo de la actualidad ha de ser un punto mijita (o un punto y coma), nos parece un poco corto el horario establecido. A ver, en cuanto uno con esta solanera, pereza, ánimo bajo y ocio merecido coge la posturita con el buche bien lleno, lo suyo es comenzar a despertarse (maniobra que lleva su tiempo) a eso de las cinco y media, para acabar levantándose del sofá o cama a eso de las seis. Una hora esta en la que hay luego que lavarse la cara o meterse en la ducha, prepararse un cafelito y elegir la actividad que se va a acometer en la siguiente hora, ya sea ver una serie, ordenar jarrones, leer a Kant, ayuntarse (o ayuntarse de nuevo) o hacer una incursión en cafetería refrigerada o centro comercial. En esto se va lo menos una hora, durante la cual se agradece también el silencio, claro. Total, que nos dan la siete de la tarde.

Los vecinos de Ador están encantados con la medida. Sobre todo con uno de los aspectos que contempla: los niños, calladitos y en casa. Prohibido que estén dando por saco en la rue. Una casa sin niños puede ser una tristeza. Una calle sin niños berreando a la hora de la siesta es el paraiso máximo. Confirmado. Sobre todo para el que habita en piso bajo o en casa de pueblo en plena plaza, esa que los chavales escogen para darle al balompié con gran aparataje de vocerío y formando una algarabía insufrible. El único ruido pertinente a la hora de la siesta es el soniquete del locutor narrando el Tour o el zumbido del ventilador o si acaso el ronquido propio, que a veces nos despierta para recordarnos, levemente, que el mundo sigue girando. Y nosotros, durmiendo. Churchill ponderó las virtudes de la siesta, él que se las echaba con el puro en la mesilla y luego de haber ingerido su botella diaria de brandy. Seguramente por eso tenía energía -después por la tarde-, ya con la fresquita, para ganar una guerra y perder unas elecciones. «La quietud ayuda a conciliar la cabezadita», dice deliciosamente el bando municipal. En este país en el que se legisla sobre absurdeces y a (casi) todos los representantes políticos se les llena la boca (y el bolsillo) a propósito de nuestro bienestar, está bien que se normativice la siesta. Yo la haría obligatoria. Los estajanovistas necesitan que el mundo no se pare. Qué horror y qué calor. Y vaya berrea.