Cierra una librería, y los libros se convierten en fantasmas inválidos. El perfil marcial alineado en las estanterías, apretándose entre sí las cubiertas, como si pudiesen evitar de esa manera que la tristeza lenta de una mano los elija y los acaricie un segundo antes de enterrar su derrota en una caja con las pestañas abiertas y bocabajo. A oscuras, sin aire entre sus lomos, igual que si estuviesen abordo de un tren en el que serán deportados a un enorme almacén. Su destino: ser saldo subastado o cenizas de palabras a las que el fuego no les despertará su vida ni sus ficciones entre sus labios. No sabe leer, el fuego. No tiene voz dentro de las palabras. Es incapaz de vibrar sus secretos y su belleza. Su única manera de embriagarse de ellas es escuchando su grito silencioso debatiéndose a ciegas entre las llamas. Volutas de adjetivos acuchillados de rojos y naranjas, restos de verbos con el corazón emborronado. La escritura desmayada en los renglones que pierden su compostura, mientras crepitan sus corazones encendidos en carne viva hasta desgarrarse en brasas. Qué imagen tan antigua: los libros condenados a una hoguera. Sólo resucitan en un papel nuevo con la vida, rugosa cicatriz al tacto, en blanco reciclado. O si Charo Carrera los transforma en aves fénix y expone su muerte y su metamorfosis como una hermosa exposición de talento plástico.

Cada día sucede. Dos librerías pierden la batalla. Qué triste un escaparate sin libros al otro lado. Nunca ha sabido batirse la cultura contra las matemáticas. Las palabras son volanderas, seductoras, demasiado libres a la hora de elegir compañías con las que tejer fabulaciones, vindicaciones, caricias o recuerdos contra cualquier clase de fuego. Los números, en cambio, son fríos, certeros, exactos, sin terror al vacío ni a sumar víctimas. Las palabras pueden caer en saco roto. Los números siempre hacen bolsa. No es extraño que Sintagma haya naufragado en un mar de plástico. El sueño fue que abriese en el Ejido almeriense. Una isla de la lectura en medio de un mar seco tierra adentro, por el que jamás hubiese navegado Odiseo. Manuel García Iborra y Matilde Gómez la soñaron en aquel paisaje de western donde a diario suda el dinero sin memoria y de paso. Su empeño obtuvo en 2007 el Premio Librero Cultural, el reconocimiento y afecto de muchos escritores a lo largo de estos trece años. Tengo viejos amigos entre esa tropa de la Resistencia Fahrenheit 451 para los que cada persona es un libro, y la lectura el mejor remedio contra las indigencias morales, la intempestiva soledad o los expolios de la vida.

Hay 7,8 librerías por cada 100.000 españoles. La primera comunidad es Galicia, con 14,4, seguida por La Rioja (11,9) y Canarias (11). La Comunidad de Madrid representa el 17,1% del total nacional, seguida con el 12% de Andalucía y de Cataluña con el 11,8%. La mayoría sobrevive por su antiguo prestigio, cada vez más acosado por la caída de las ventas (un 20% desde 2011). Otras se han reciclado o abren con nombres que son declaración de principios, La fugitiva, Oficios terrestres, Atticus Finch, Mapas&Cía, compartiendo su espacio con restauración, peluquería, internet, eventos, presentaciones. Todas resisten en barrios, en calles céntricas, en plazas. No saben si su oferta interdisciplinar, el buen hacer de sus propietarios, su especialización en géneros o ser un lugar mítico de otra época será suficiente. La emblemática Catalonia de Barcelona es actualmente un McDonald´s. El CEGAL lleva años demandando a sucesivos gobiernos un Plan de Apoyo, un sello de calidad que les permita beneficios fiscales. Sólo han recibido 150 mil euros. En Francia, en cambio, la ayuda se cuantifica en 5 millones de euros anuales. La cultura política tiene que ver mucho con el compromiso y la defensa de la excepción cultural. Nuestro país no está Unamuno ni Ortega. Tampoco Machado ni Lledó. Aún así, el gremio resiste, el término y el concepto que aglutina a muchos ciudadanos. Lo mismo que a los profesionales que no desean que su ciudad esté en la misma lista que Toboso, Zalamea y Fuente Obejuna, emblemáticos lugares literarios cuyos lectores no disfrutan de una sola librería. Lo mismo que otros 7.310 municipios españoles.

Todo está cambiando. La manera en la que compramos los libros y en dónde lo hacemos. Mucha gente presume de tener 4500 libros en un pendrive, y en los transportes públicos es habitual ver a pasajeros con un libro electrónico en la mano. Los tradicionales se ven poco. Es difícil saber qué están leyendo. Si ese mismo título nos ha gustado o si nos atrae su título o la belleza de su portada. Tampoco si han subrayado la emoción de una frase, o en el margen han escrito una pregunta, una confidencia inspirada por la lectura. ¿Desaparecerán entonces las bibliotecas domésticas en las que cada libro es una huella de nuestra identidad sentimental?. ¿No habrá dedicatorias de autores?. ¿Dejarán de guardarse entre las páginas trozos de tiempo como recuerdos disecados? Cada día nos vuelven más fríos, más automáticos, más despersonalizados. Todo lo humano envejece muy rápido, lo de ayer resulta inservible en el hoy del mundo tecnológico. El tiempo ha perdido el aroma. La impaciencia de vivir está siempre a la carrera. No es extraño que la gente haya dejado de pasear el diálogo o la reflexión de perfil y al paso, que el café se haya convertido en una cita de tarde a la que no acuden los lectores ni los amantes.

Sintagma es la plaza de la Constitución griega. Hay casualidades en el tiempo que son una dolorosa metáfora. Cierra una democracia, cierra una librería. Gana la banca, crece el desierto donde se angostan la libertad y la cultura.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com