Otra mujer, esta vez en Mollina, muerta a manos de su expareja. Otra vez el machismo más cerril y el peor final posible: ella asesinada. Él se suicidó tras apuñalarla al terminar una discusión por celos. Atacó a su propia hija con un spray de pimienta para que no interviniera. Otra vez, como digo, hay denuncias previas o «tomas de contacto» preliminares, como las llamó la Junta de Andalucía, entre la asesinada y la Guardia Civil o el Servicio de Información de la Mujer. Al parecer, ella no se decidía a denunciarlo porque le daba pena verlo detenido. Hoy, eso habría sido un mal menor. Otra vez una cadena de errores, de indecisiones, de segundas oportunidades que acaba en tragedia. Van tres en Málaga este año. 22 en todo el país. Un número para la vergüenza, para que todos seamos incapaces de mirarnos a la cara, para que la sociedad se siga preguntando qué más puede hacer para acabar con esta lacra asquerosa que nos iguala con los peores países del mundo. Ya sé que también pasa en las utópicas democracias nórdicas, pero yo no me resisto a que esto ocurra aquí, en un país que hace tiempo debería haber aprendido que el respeto a la mujer debe inculcarse a las nuevas generaciones desde el colegio, que ha perdido la visión de lo que supone la lucha por los derechos de las féminas y lo ha cambiado por el lamentable cambalache de lo políticamente correcto, de un país viejo y cerril en el que muchos siguen dejando la impronta de su lamentable machismo y desprecio de la mujer. ¿Qué hacer? De momento, parece que las encuestas que se hacen en colegios e institutos dibujan un horizonte difícil, pues chicos y chicas reproducen los patrones machistas más arcaicos, atávicos casi, de una sociedad que hizo del miedo y el respeto reverencial al hombre y al supuesto cabeza de familia uno de sus pilares sociológicos fundamentales. Hay quien habla de que esto sólo se soluciona con educación y concienciación, pero ¿pueden cambiarse patrones sociales tan arraigados en el inconsciente colectivo de un pueblo con esos dos ingredientes? Seguro que algo ayudan, pero yo voy a más: abogo por una mayor coordinación policial, por más psicólogos en juzgados, comisarías y cuarteles que ayuden a las mujeres que no se atreven a denunciar a dar el paso, para que ellas comprendan que ese gesto puede salvarles la vida. Hay un dato que me horroriza: el 50 de las mujeres se niegan a declarar en el juicio oral contra sus parejas o exparejas. El resultado es que ellos acaban absueltos. ¿Qué fallos hay en el sistema que impide proteger con eficacia a estas víctimas? Yo no tengo respuesta. Tal vez ustedes sí. De momento sólo siento vergüenza.