Me sobran los jueces tibios que se escudan en informes de fiscalía, cuatro millones de refugiados sirios, el hueso de la aceituna, la cláusula suelo que amenaza mi techo, las olas de calor con facturas de luz que te dejan helado, los que igualan educación a servilismo, las hojas de laurel en mi plato o en la sien del ministro, aquellos que no reconocen a Casillas o Nadal, los coches que no llevan un recopilatorio de Los Chichos en la guantera, los taladros en la siesta, el que llama brocheta al espeto, las camisas que menguan, aquel que no perdona a quien se redime y por supuesto los que se escapan al baño justo después de la última ronda.

Igualmente me sobran las medusas en la playa y los incendios en la montaña, los tontos de baba y los listillos de pacotilla, los legisladores que amordazan al crítico, quien confunde andaluz con cateto, los que piensan que el amor se merece, aquellos que se abanderan en el pensamiento único desde el púlpito nacionalista, los que bajan las ventanillas en los safaris, el primer botón de tu escote, las películas de Almodóvar, los cien primeros kilómetros de cada etapa del Tour de Francia, que me cuenten el futuro de Juego de Tronos, la que domina todas las lenguas menos la suya, servirme yo mismo la gasolina, los finales esperados, las faltas de ortografía, intentar comprender en qué se parece un luxemburgués a un turco, el niño que echa arena en mi toalla y la madre que lo parió.

Me sobran los impuntuales, los vuelva usted mañana, quienes usan anglicismos por falta de vocabulario, los gayumbos tendidos en los balcones, el frutero de barrio que ocupa dos plazas con la fragoneta de los malacotones, los malos recuerdos, los atascos para entrar al centro comercial, la subida del precio en la AP-7, la mitad de los eurodiputados o la totalidad de quienes les asesoran, las falsas promesas jroña que jroña, cuatro horas en urgencias, y, por qué no reconocerlo, algún kilito de más.

También me sobran las bandejas de ensalada en el bufé libre del wok, los anuncios de higiene íntima, las conversaciones que no llevan a nada, los cuadros de Manhattan que venden en los chinos, las revistas antiguas en las salas de espera, las especies invasoras que desplazan a las autóctonas, los guiris embadurnados de Nivea, quienes no confían ni en su sombra, los viajes a ninguna parte, las precuelas de historias amortizadas, el primer cigarro del día, que te vayas mientras te hablo, las monedas de un céntimo y los que se empeñan en repetir los mismos errores.

Además de todo eso me sobran los mandos sin pilas, el eco de mi ronquido, los mosquitos que parecen helicópteros, casi todos los abrefáciles, el tono de un reproche malintencionado, los gorrillas agazapados, los siete números que tengo por delante en la carnicería, los vuelos a precio de paseo espacial, los clientes que no pagan, aquellos que se empadronan en los domicilios de la memoria, las almejas que me esconden la paella, las fotos borrosas, el impuesto de sucesiones, las plantas de plástico, los hamaqueros con mando en plaza y las canciones del verano.

Pero por encima de todo, sin género de duda y haciéndome el hombre más feliz del mundo, me sobran cuatro de los cinco eternos minutos que tardó el Predictor en decirme que en marzo seré padre.