Como habitante vocacional del interior, y de escasa plasticidad en la playa, siempre he sentido pánico, cuando no repulsión, hacia las grandes acumulaciones de gente. En ese sentido el verano es tozudo e irresponsablemente vulgar, con esa lastimosa disposición sureña a sacar a las personas a la calle contra su propio ánimo, vomitadas en bocanadas flamígeras desde la turbina frecuentemente estropeada de los ventiladores. De todas las concentraciones humanas, la peor a menudo es la estival, seguida a escasa distancia de la epopeya folclórica y deportiva, y, sobre todo, de la ideológica. Desde Cataluña llega en estos días una curiosa síntesis de las tres que ha puesto en el escenario político una de las alianzas más despreciables que se han visto en el país desde la época enladrillada de los pactos pueblerinos con la Falange. Un partido que se autoproclama de izquierdas, con toda la confusión que soporta el término en las calderas nacionalistas, se alía con otro de derechas para alcanzar un objetivo que ambos consideran misteriosamente prioritario: la independencia de Cataluña. Para los que tenemos tapiada la sensibilidad hacia los juegos de la patria, la identidad colectiva nos puede parecer una manera ceremoniosa y más o menos legítima de soportar las tardes de verano y abatir el aburrimiento, pero de ahí a subordinar la política y los recursos a su consumación hay -debe haber- una gran diferencia; si yo fuera catalán o fervoroso peruano preferiría ser sentimentalmente asimilado por el Congo antes de entregar la administración a un partido con la falta de escrúpulos sociales de Convergencia. Sin embargo, para un sector de la izquierda catalana, la unión, aun aberrante, hace la fuerza y de paso, suspende temporalmente todo razonamiento. De los catalanes siempre he respetado e, incluso, entendido que no quieran ser españoles. A mí a veces también me sucede; lo que que me cuesta asumir es que pretendan a cambio convertirse en otra cosa. Los nacionalismos son una patología y embotan los sentidos hasta descabalar al hombre y convertirlo en parodia; todos con la misma bandera, el mismo discurso sin matices. Y, por supuesto, el mismo problema: la visceralidad y el fracaso de la educación pública. España, o lo que sea, es una fea, católica y sentimental suma de peñas.