Y después, justo después de la muerte, cuando es más grande la aflicción, y el vacío, y el desconcierto porque se ha perdido a alguien a quien se quiere y es entonces cuando el mundo carece de sentido, y de piedad, y de consuelo, llegan los comerciantes, como si el primer llanto les convocara. Y es entonces cuando comienza el detestable comercio del dolor, un mercado en el que el difunto es la mercancía y los deudos los paganos.

Hay demasiadas obligaciones tras la muerte, todas encaminadas hacia el único objetivo de procurar que duela más y que no puedas pensar y darte cuenta de que te están sangrando. Aturdido, te dejas hacer, y ellos hacen, vaya si hacen.

No comprendo la absurda espera imperativa de veinticuatro horas antes de enterrar a alguien que ha muerto en un hospital, tras una larga enfermedad, con defunción certificada por un médico. Me gustaría conocer la estadística de «resucitados» en esas veinticuatro horas de riguroso trámite, esas en las que te ves obligado, destrozado por tu pena, a estar en una sala incómoda, impersonal, velando a un cadáver que perfectamente podría haber sido enterrado nada más llegar al cementerio, permitiendo así que los desconsolados familiares y amigos puedan comenzar a recomponer sus vidas tras el terrible golpe. Lo que podría y debería resolverse en tres o cuatro horas se convierte en una media de treinta, si tienes suerte. En ese tiempo se ceban varios mercaderes, desde la compañía funeraria al concesionario de la cafetería del cementerio, que impone precios de hotel de cinco estrellas en un local más cercano, por limpieza y servicios, a una pocilga asquerosa. Pero todos saben que una persona sumida en el dolor y el cansancio no repara en gastos ni en otras circunstancias, y ellos aprovechan para no reparar en nada que no sea su lucro.

La muerte es irremediable, pero eso que llamamos «el duelo» es perfectamente evitable, o al menos, sensiblemente mejorable. Cuando no queda ya nada más que hacer porque ya está todo hecho, dilatar tan artificial e injustificadamente uno de los peores tragos por los que se pasa en la vida es de una crueldad indescriptible. Toda esa prolongación innecesaria, perversa, inhumana del dolor solo está justificada por el imperio económico que sostiene. Y cuando ya ha pasado todo y miras atrás y recapacitas, te da una inmensa tristeza comprobar que todo es así, que siempre acabamos en la misma vergüenza de convertir en papel moneda, sucio y arrugado, lo poco de sagrado que nos queda.