A despecho de los escándalos de corrupción que azotan a su partido, sin excluirlo siquiera a él mismo, el expresidente de Brasil Inácio Lula da Silva aspira a presentarse nuevamente al cargo en las elecciones de 2018. Parece un ejemplo de desfachatez, pero quizá no lo sea tanto.

Por más que el Partido dos Trabalhadores esté carcomido de sobornos hasta la médula, no es menos verdad que Lula convirtió a Brasil bajo su mandato en una potencia mundial. La economía del país creció a tasas anuales de hasta el 7 por ciento, el paro bajó a la mitad, la nación saldó sus deudas con el FMI, pasó de importar a exportar alimentos y, como resultado de todo ello, 30 millones de personas salieron de la pobreza. No extrañará que el índice de popularidad de Lula entre sus ciudadanos alcanzase un asombroso 87 por ciento cuando le traspasó el cargo a su compañera de partido Dilma Rousseff.

El antiguo obrero metalúrgico Lula obró estos prodigios sin más que sustituir la ideología por el pragmatismo mediante abundantes dosis de sentido común. Lejos de aplicar el programa radical que se le suponía por sus orígenes, el presidente puso en marcha una política socialdemócrata inédita en América Latina. Mérito suyo fue convencer a los empresarios de que los ricos también se benefician cuando los pobres dejan de serlo y, en consecuencia, tienen dinero para comprar sus productos.

Lula cumplió probablemente el deseo que había expuesto en su primer discurso de toma de posesión. Dijo entonces que se sentiría satisfecho si al final de su ejercicio como gobernante hubiera conseguido que todos sus compatriotas, sin excepción, pudiesen hacer tres comidas diarias. No solo afrontó ese desafío -simple y a la vez colosal-, sino que a mayores convirtió en un hecho normal para millones de brasileños excluidos la mera posesión de una cuenta bancaria.

Tan extraordinario balance fue oscurecido por la corrupción que poco a poco ha ido gangrenando al partido de Lula y, más recientemente, por la pérdida de fuelle económico que sufre Brasil. El propio expresidente deberá someterse al escrutinio de una comisión del Parlamento que investiga si el popular político hizo o no tráfico de influencias a favor de determinadas constructoras. La sombra de ese supuesto escándalo -y los protagonizados por muchos de sus colaboradores- penden sobre la nueva candidatura de Lula a la presidencia.

Todo ello plantea a los brasileños el dilema de elegir entre un gobernante eficaz y un probable corrupto, en el caso de que esa doble condición se dé, como parece, en una misma persona. No sería el primero ni el único ejemplo, naturalmente.

Los italianos, por ejemplo, suelen decir que su prosperidad se basa imparcialmente en el caos político y en los chanchullos que, según cálculos más bien prudentes, representarían un 6 por ciento del PIB. Los índices de corrupción en Italia exceden incluso a los españoles, lo que no ha sido impedimento para que la patria de Garibaldi pasase en apenas unas décadas del sombrío neorrealismo a la integración en el poderoso G-7 de los grandes de la economía mundial.

Más o menos eso es lo que ocurrió en el Brasil de Lula, eficazmente gobernado por un partido corrupto hasta los tuétanos y, sin embargo, capaz de desendeudar al país y sacar a millones de personas de la pobreza. No se puede tener todo.