Se ha descubierto un planeta. Ningún periodista en su sano juicio perdería la oportunidad de escribir esa frase. Se llama Kepler 452b. Lo primero que constatamos es la falta de imaginación para poner nombres. Descubren un nuevo planeta y en lugar de llamarlo Luz o Paz o Fulgencio Sánchez o tal vez Neoplanet o GroundTwo (¿por qué no Sazatornil?) lo llaman con el nombre de un telescopio y un número. Mucho científico en la NASA ve uno y pocos literatos. Desde aquí, sinceramente, nos ofrecemos. No vamos a descubrir nada, pero no pondríamos a un nuevo mundo el nombre de un expediente bancario. El Kepler, para los amigos, es un poco más grande que la tierra, orbita una estrella del mismo tipo que el sol, a una distancia que permite la existencia de agua en estado líquido. Parece ser rocoso como Venus, la Tierra o Marte. Su año dura 380 días, lo cual no sabemos si en caso de emigración masiva allí incluiría más vacaciones, una paga extra-extra o los mismo festivos y puentes. Allí cumples treinta años y has vivido en realidad unos cuantos más. Dicen los científicos que Kepler es un planeta similar a la Tierra en cuanto a condiciones y un poco más grande y viejo. «Un primo de nuestro planeta», resumía alguien. Tiene por tanto características para estudiar cómo será nuestro mundo dentro de algún tiempo. Incluso podríamos emigrar a él, si el viaje no durara varias vidas. Se han enviado mensajes y se han tratado de captar señales alienígenas. La respuesta ha sido el silencio. Tal vez sea un silencio administrativo o un silencio cómplice o sordo o de ultratumba. Tal vez se hagan los suecos. Quizás, no sabe uno si descorazonadoramente, es que no hay nada ni nadie nunca en ningún sitio. O, al menos, en Kepler 452b. La luz de la estrella de ese planeta, de su sol, tarda en llegar al telescopio 1.400 años. O sea (vamos a figurarnos que son 1.400 años exactos), que estamos viendo cómo era aquello cuando aquí estábamos en el año 615 del calendario juliano. 615, un año que según la Enciclopedia Británica comenzó en miércoles. Un año en el que turcos invaden China, el Papa es Adeodato I; Bizancio pierde Málaga, conquistada por los visigodos y en Palenque (México) un niño de doce años sube al trono en un reino local. Casi nada. Si las cosas han cambiado por aquí una mijita, no digamos nada cómo pueden haber ido por Kepler. La conclusión de todo esto es clara: no sabemos qué conclusión sacar. Si acaso, que todo es inmenso, largo e inabarcable, no como nosotros, que somos una pequeñez preocupados por asuntos que nos parecen megaimportantes y de los que nadie nunca para nada se acordará dentro de unos años. No es que el mundo siga, es que hay otros mundos. También el interior de uno mismo. Al que nunca llamaríamos Kepler. Antes muerto que sencillo y sin órbita.