Málaga conquista; Granada enamora. Málaga se te insinúa desde el primer instante en que la miras. Dicharachera, baila con alegría y palmea con ritmo, mientras va tendiendo una mullida alfombra de mar desde un rebalaje de olas minúsculas, cosquilleantes, por la que el visitante se adentra en su interior y queda prendido en sus redes antes de llegar a la judería. Sintiéndose conquistador, el forastero resulta ser paradójicamente una fácil conquista, una presa prendada en la ciudad como en acerico. Así resulta por años e incluso por generaciones.

Granada es otra cosa. El visitante ha de emplearse a fondo con ella para obtener sus favores. Distante desde la altura aristocrática del sultanato, desconfiada, huidiza, no es fácil conquista. Usa los mismos ardides de las huríes que ocuparon sus palacios nazaríes, para escoger y cautivar sólo a quien considere digno de sus favores. Es por eso que solo en contadas ocasiones, abre un pequeño portillo en el embrujo oriental de sus muros, por el que se escapa una ráfaga de mágico encanto. Si tienes la suerte de estar en allí en ese preciso instante, quedas fascinado, el tiempo se detiene en derredor, resultas embriagado por las esencias del recóndito frasquito donde guarda su tesoro, como aquel del que hablaban los seguidores de Curro Romero.

Granada este año se está prodigando. Y no es porque yo lo diga. Pepe Romero, al acabar su recital de guitarra en el Patio de los Arrayanes, no pudo contenerse y dijo que aquella era una noche mágica. También lo ha demostrado, pese a su distante mutismo, la excepcional violinista Anne-Sophie Mutter cuando, a partir del primer bis del recital que dio en el Palacio de Carlos V, quebró su habitual hieratismo y amplió su belleza con una amplia sonrisa, que no perdió hasta que concluyeron bises y aplausos. Y con creces lo expresaron dos jóvenes de más de ochenta años cada uno; el pianista Joaquín Achúcarro quien, tras finalizar un obra potente y enérgica de Rachmáninov en el mismo auditorio de la Alhambra, nos obsequió con un delicadísimo nocturno para la mano izquierda, logrando que los mil cuatrocientos espectadores contuviéramos la respiración. O el Director de la Orquesta Sinfónica de RTVE Elihau Inbal, al coger de la mano al pianista para, dando brincos ambos, como traviesos chiquillos ochentañeros, salir a saludar flotando sobre los aplausos que les brindamos los espectadores puestos en pie.

Estos embrujos, sin embargo, no logran despejar mi idea de que tanto el mágico recinto de la Alhambra, como la desafiante Alcazaba malagueña, o los medievales castillos cristianos que salpican Castilla y el resto del continente europeo, se levantaron a golpes de odio. Parece incongruente, pero es así. Fueron las guerras las que justificaron aquellas fortalezas. Contiendas medievales de religión, y acaso de razas, económicas, o incluso caprichosas. Vecinos que, lejos de confraternizar, se enzarzaron a lanzadas y mandobles para discutirse el poder en exclusividad, sojuzgar al contrario, impedir que aquel reinara o, simplemente, para dominar a los otros y exigirles tributos.

Es inconcebible que el odio, esa antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea, como define la Academia ese sentimiento, no solo perviva sino que incluso prevalezca en los «civilizados» tiempos actuales. De eso sabemos mucho en la católica España, que lejos de practicar sentimientos solidarios ni piadosos, ni hacer protesta de la libertad igualdad y fraternidad de la revolución francesa, seguimos siendo cainitas e incluso fratricidas. Habría que preguntarse si detrás de los sentimientos separatistas violentos frente al vecino, transformado aquí en opresor o enemigo, no anida el odio belicoso.

Entre nosotros bien es cierto que ya no cortamos la cabeza del contrario de un tajo para exponerla en la picota como, revitalizando criterios medievales, han reinstaurado algunos desviados seguidores del Profeta. Empero, seguimos amenazándonos los unos a los otros, llenos de odios ancestrales, sobre todo en el plano político. Hasta tal punto se ha convertido el rencor en materia común de nuestra sociedad, que el Colegio de Abogados de Málaga ha tenido que crear un servicio, el primero de España, de atención a las víctimas del delito de odio.

No sé si una adecuada educación y un mayor conocimiento de la Historia podrían hacernos reflexionar sobre lo poco o nada que en esto hemos avanzado desde la Edad de Piedra. De entrada, yo empezaría obligando a todos nuestros dirigentes sin excepción, y en mayor medida a quienes aún lo son en ciernes porque apenas detentan el poder, a que sus cursos de verano de teoría política incluyeran la asistencia obligatoria a recitales de música clásica en entornos privilegiados, de los que tantos tenemos. A ver si así la música amansa el odio de tantas fieras.

*José María Davó es expresidente del Consejo de la Abogacía Europea