Ha sido baja la participación de militantes en las primarias de Podemos y marcas análogas. Digan lo que quieran sus dirigentes, probablemente son ellos los más decepcionados a cuatro meses de las elecciones. Es el precio de embridar el espontaneísmo de las masas en estructuras organizativas, de suyo contradictorias pero indispensables para la concurrencia democrática. La música que seduce se apaga un poco en la letra reduccionista de la realidad, parecida a la de siempre y la de todos. Las brillantes luces del cambio descienden desde el radicalismo utópico hasta el pragmatismo sistémico, que es lo que hay, atrincherado en estrategias irrecambiables hasta que las mayorías sociales legitimadas en las urnas se consolidan pacíficamente como mayorías políticas.

Las pulsiones revolucionarias tienden a decaer cuando sus objetivos pierden inmediatez y se ajustan a la espera forzada por el tirón superviviente de las ofertas clásicas. El terreno de juego sigue acotado por la Constitución y su desarrollo legal, similar en todas las democracias de las áreas desarrolladas. La energía de lo nuevo puede generalizar el rechazo de lo desprestigiado y obsoleto, pero el instinto de la estabilidad es más fuerte en el todo social que la apuesta por aventuras fuera de control. Pablo Iglesias y sus lugartenientes lo han entendido y tratan de profundizar en esquemas mentales interclasistas que les reporten algún día respuestas claramente mayoritarias. Lo difícil es que la ambigüedad en los hechos de gobierno resulte tan movilizadora como el radicalismo de las palabras.

La movilización ciudadana contra las injusticias y a favor de su remoción (concentraciones, manifestaciones, mareas...) ha dado cauce a la necesidad de expresarse que muchos sienten por encima de las ideologías. Esa es la base de Podemos, y seguirá siéndolo si cargos y moquetas no amortiguan el esfuerzo de precisar los afanes colectivos y reivindicarlos a despecho de la ley mordaza. «Mientras la calle no calle, hay esperanza», leo en un artículo del teólogo misionero Fernando Bermúdez. La crítica, la protesta y el rechazo tienen en la calle su escenario natural cuando los debates parlamentarios o mediáticos despiertan escepticismo o, simplemente, aburren. El sistema electoral es un error «consensuado», pero la calle corrige sus déficits representativos. Y no se trata de hacer política fuera de sus ámbitos, porque «aquí solo queremos ser humanos», leo en el mismo artículo.