Durante los últimos meses he pasado prácticamente a diario por la misma calle. A veces cargado con todo tipo de botellas de plástico, vidrio irregular de diferente tamaño, papeles tintados con desgana a media tarde, desperdicios y cachivaches varios que con más frecuencia de la que me gustaría en ocasiones regreso a casa, en una exagerada vuelta de tuerca de las contrariedades de la posmodernidad y del reciclaje: la de depositar la basura generada por uno mismo otra vez en la papelera de la cocina ante la imposibilidad penosa de encestarla en su contenedor o, incluso, abandonarla negligentemente en la parte baja. Leo no sin asombro que todo esto no responde a ninguna conspiración o sueño verde lanzado por algún ecologista personalmente interesado en merendarse al equipo de gobierno o al concejal de turno, sino que efectivamente, Málaga está sucia y que, como presentía, además, en muchos lugares al mismo tiempo, incluidos los propios puntos limpios, que, en general, de limpios no suelen tener nada. La inmundicia, por fin reconocida, asoma y escala, lo que representa de alguna forma un tipo de alivio perceptivo para todos a los que las dudas nos estaban empezando a descoyuntar el ánimo: en los plenos, en los distritos, en las conferencias de prensa, ha sido tanto el celo que ha puesto el Ayuntamiento en negar la suciedad que por un momento me he sentido lastimeramente tentado a calibrar la mierda y a pensar, como escribía el poeta Adoum, que en realidad no era mar, sino espuma lo que dejaste en tus palabras. Ahora que la basura es oficial y que, por lo tanto, la mierda existe, ya podemos respirar, aunque sea entre corrientes oleosas y cuerpos en descomposición acentuados por una temperatura salvaje. Al Ayuntamiento, cuando la basura le molesta hace, en el fondo, un ejercicio teórico: el de refutarla y esparcirla, a ser posible fuera del espejismo almibarado de la calle Larios. Frente al problema riguroso de la mierda, Málaga y los malagueños no tienen excusa. Grave es la falta de respeto al espacio público, la vieja desidia irreductible e incívica, pero también la ineficiencia y desproporción entre la inversión y los resultados. Hubo un tiempo en el que lo mínimo que se podía exigir a una ciudad es que hubiera bancos y no oliera a bosta: en esta época ya hasta eso empieza a ser demasiado.