El carisma del Café Comercial de Madrid, como el del Gijón, se supone que procedía, a tercias, de los fetiches humanos (mayormente de la cultura), los aspirantes a fetiches y los fetichistas. O sea, escritores y artistas, meritorios de ello y gentes que van a ver si están. Sin embargo el verdadero carisma del Comercial, como el de otros cafés que aún resisten, era debido a que, estando en el centro de una ciudad agitada y mutante, empeñada en dejar atrás a toda prisa lo anterior, trataba tenazmente de no cambiar, de seguir siendo lo que era, un recinto vetusto, de geometría confusa y clientes variopintos, en el que pasaban cosas sin que pareciera que pasaba nada. O sea, era un lugar en medio del no lugar, un oasis de tiempo detenido, un descansillo, un burladero. Por eso la gente se citaba allí. El Comercial era, en fin, lo-no-comercial, lo que no se vende, hasta que le llegó su hora.