Lo reconozco. De verdad, en serio. Adoro a Artur Mas. Creo que es el animal político más incomprendido de todos que habitan la fauna ibérica. Ni Marca España, ni bandera, ni himno, ni selección de fútbol, ni Monarquía renovada. Si alguien es capaz de despertar un irrefrenable deseo de reivindicación españolista ese es Artur Mas.

Él solito consigue tres cosas: dar motivos para que un inexperto Borbón se muestre como un estadista a la altura de Winston Churchill, aglutinar los deseos intestinos de todo hijo de vecino llevándonos a alcanzar el éxtasis en la piel de toro, y disfrutar de una catarsis en la defensa de lo nuestro que pocas veces se ha conocido en la Historia. Cada vez que este personajillo habla se dispara la venta de flamencas para las televisiones y los deuvedés de Esteso y Pajares, y eso que este perdedor de Risk con delirios de grandeza y ademanes de Elvis Presley con tacón cubano desconoce una verdad inmaterial transmitida genéticamente desde tiempos inmemoriales, y es que el principio del nacionalismo surgió a raíz de la creación de la morcilla, o si no díganme ustedes si conocen a alguien que no defienda con su propia vida que la morcilla de su pueblo es la mejor del mundo entero. Pues eso, cada vez que Artur intenta ningunear la Constitución Española renace en mí un olvidado sentido patriótico de cohesión territorial que hay días que no sé bien si estoy poseído por Manolo Escobar o por Gonzalo Fernández de Córdoba.

Fruto de esta sensación me planteo una cuestión un poco conspiranoica aunque no descabellada. He llegado a pensar que Arturito en realidad es una tapadera del gobierno, un caballo de Troya ideológico programado para aunar contra él todos los desdenes y así reflotar el espíritu al que le cantaban Los Nikis «Los McDonalds están de vacas flacas, ha vencido la tortilla de patatas, en Las Vegas no hay Black Jack, solo se juega al cinquillo y la moda es en rojo y amarillo. Seremos de nuevo un imperio». Cosas más raras se han visto.

Cuanto más lo pienso más me convenzo de ello, porque es imposible si no que alguien se empeñe con tanto ahínco en que un sentimiento español adormecido por la nefasta educación, escondido en una esquina de la eurozona y apartado por la corrección política rebrote cada equis tiempo para recordarnos que España no se toca. Como diría la musa intelectual Belén Esteban, por España maaaa-to.

Tampoco podemos olvidar que el bobalicón convergente tiene el problema de los tontos, y es que el tonto es tonto 24 horas, no descansa, lo cual le convierte en alguien que tan pronto te sonríe en un acto institucional como te apuñala cuando vuelve a su entorno seguro. Pobre Mas, debe ser duro acostarse cada noche pensando que otra vez ha vuelto a hacer el ridículo y despertarse teniendo la certeza absoluta de que al final de sus días, imaginando el futuro, solo será recordado como el coñazo de turno al que todos dan por perdido. Que sí Artur, que lo que tu digas Artur, que Cataluña es un país Artur.

Por eso les digo que me gusta Artur Mas. Es un mal necesario, una refrescante brisa en el yermo desierto de la memoria, un Kim Jong-un con misiles de fogueo. Es pensar en él y me entran ganas de hacerme legionario, pero luego me calmo y recuerdo que el voto en unas elecciones generales es mi única arma para silenciarle. Cosas de la democracia.

Se lo pido seriamente a quien corresponda. Hablen de Artur Mas, sáquenlo mucho en los medios, tradúzcanle cada palabra, muestren cada uno de sus gestos, cuanto más mejor, porque la verdad es que España últimamente me da pocos motivos de satisfacción y mi sentido patriótico, como todo, necesita un empujoncito de vez en cuando. Gracias Artur, cuando quieras pásate por aquí, que hay mucha gente esperándote en el pueblo para que te den morcilla, de la buena.