Los nervios de Nicolás Maduro siguen «atacados» por los silencios de Rajoy, no por palabras o hechos que, salvo error u omisión, no le son atribuibles a él ni a los miembros de su gobierno. Esta curiosa fijación empieza a dar señales de morbo psiquiátrico al carecer de precedentes en las relaciones entre estados ni en las más tensas perturbaciones de la norma diplomática. El presidente venezolano se degrada un poco más con cada desahogo, aislado en el conjunto de los mandatarios de la izquierda iberoamericana que saben respetar las formas y no se permiten acusaciones o adjetivaciones como las del cabreadísimo bolivariano. La política americana de España puede ser equivocada, pero los rebotes de Maduro dan la exacta contraimagen del hombre de Estado.

La pregunta es quién podría proponerse una relación simplemente seria y normal con un biotipo político de tales características, sin el riesgo de ser confundido con él en la escena internacional. Mariano Rajoy y el PP tienen en España defensores y detractores, pero son el jefe del gobierno y la mayoría parlamentaria de una democracia homologada con todas las del mundo libre. Sin merma de las diferencias ideológicas, los insultos molestan a los españoles, con la única excepción aparente de quienes han tenido tratos profesionales o políticos con el insultante. Sobra añadir que las identidades y afectos entre los pueblos venezolano y español no tienen un ápice de retórica ni decaen por efecto del griterío unilateral. Hasta ahí podríamos llegar...

Es probable que a Maduro le duela no tener la legitimación moral del gobierno español. Lo que le deslegitima es la persecución y la cárcel de los políticos opositores, sin más delito que el de serlo. Este diáfano atentado contra los derechos humanos y el juego limpio de la democracia despierta la responsabilidad en abstracto y motiva la solidaridad españolas, cuyas iniciativas de mediación son sistemáticamente abortadas por el presidente venezolano. Ha perdido toda credibilidad como líder democrático, y lo mejor que cabe desear para su pueblo es la derrota en unas elecciones libres. Ni siquiera su antecesor y padrino, Hugo Chávez, se permitió la injuria recurrente cuando el rey de España le cortó en seco una diatriba contra el expresidente Aznar. Lo de ahora es tan anómalo, tan insólito, que solo admite una lectura psiquiátrica.