Viendo la foto de Walter James Palmer, rico dentista de Minneapolis, posando con un amigo tras el cadáver de un león africano, al que el amigo en cuestión levanta la cabeza para que se vea bien la cara fúnebre del felino, uno se hace una idea bastante precisa de la condición humana. La sonrisa del dentista tras su proeza, mostrando una dentadura perfecta, es tan exultante como patética la del león, congelada en el rigor mortis. De hecho si esa foto se metiera en una urna, y se enterrara debajo, por ejemplo, de una nueva mansión del dentista, un extraterrestre que dentro de 1.000 años diera con ella, mientras recogía muestras de una vieja civilización extinguida en nuestro planeta, ya sabría lo necesario sobre ésta, y las causas del desastre. Lo demás -la historia del depredador humano y de las guerras contra sí mismo en las que se habría acabado consumiendo- serían sólo detalles.