En el supermercado me encuentro con un grupo de voluntarios que están recogiendo comida para el Banco de Alimentos. Una señora me pide aceite, azúcar, carne, y si es posible -añade bajando un poco la voz-, pescado fresco: «Eso estaría muy bien, señor, hay gente que no ha probado el pescado fresco desde hace siglos». Me fijo en esos voluntarios. Aparte de la señora hay otras dos señoras más, y además un señor mayor que debe de ser un jubilado y tres jóvenes -dos chicas y un chico- que apenas rondan los veinte años. En total son siete personas que pierden una tarde de fin de semana recogiendo comida en un supermercado. Digo «pierden» porque supongo que estas personas hacen su trabajo de voluntarios en horas libres que podrían dedicar a estar en la playa o a leer una revista de modas junto al aire acondicionado, pero para ellos esa recogida de alimentos no es ninguna pérdida de tiempo, sino todo lo contrario. Y que conste que no es la primera vez que veo a los voluntarios del Banco de Alimentos. Desde hace un año o dos, los he visto en muchos centros comerciales, pidiendo comida para la gente que lo ha perdido todo o que apenas consigue llenar la nevera con uno de esos sueldos miserables que ahora se pagan por diez o doce horas de trabajo.

De toda la gente que he tratado últimamente, esos voluntarios del Banco de Alimentos son las personas que más respeto me han inspirado, junto con las adorables enfermeras que nos atendían en la planta de cirugía digestiva de un hospital público (esos lugares exóticos que el Gran Wyoming y todos los caudillos del pensamiento «progresista» conocen por los documentales de la 2, igual que la fauna del desierto de Kalahari). En España tiene mucha fama ser activista o luchador político, y docenas de exitosas carreras políticas recientes se han hecho gracias al prestigio ganado por ser un «luchador» o un «activista», pero en cambio no tenemos tradición de voluntariado, porque aquí creemos que el Estado y sus muchas ramificaciones -municipales o autonómicas- debe encargarse de todos los problemas sociales, ya que entre nosotros la responsabilidad individual apenas cuenta. Muy pocos padres se prestan, por ejemplo, a dar clases particulares a los niños con problemas o a encargarse durante las vacaciones de la biblioteca del centro. Y casi no se conocen iniciativas de músicos, cineastas o intelectuales que se hayan dedicado a recoger fondos para la gente que lo está pasando fatal (y en cambio, cientos de músicos e intelectuales hacen campañas políticas a favor de determinadas formaciones, casi siempre las mismas que le exigen al Estado que se ocupe de todos los aspectos de nuestra existencia).

Y aun así, a pesar de nuestra pereza o nuestro desinterés, ahí están los voluntarios del Banco de Alimentos, lo mismo que hay miles de personas que se prestan a colaborar a diario con los comedores sociales, lavando platos o sirviendo comidas, o que acuden a cuidar ancianos o personas sin hogar. Y lo bueno del caso es que estos voluntarios lo hacen sin cobrar un duro, o incluso perdiendo horas de trabajo o de su tiempo libre, a diferencia de tantos «activistas» y «luchadores» que lo hacen cobrando un sueldecito a costa de una ONG o de una subvención de algún organismo público. Ada Colau, por ejemplo, era una heroica activista anti-desahucios, y uno, que es muy ingenuo, empezó a tenerla en gran estima, hasta que un buen día descubrió que la heroica Ada cobraba 1.800 euros mensuales por hacer su trabajo, gracias a una subvención del Ayuntamiento de Barcelona. Es decir, que luchar contra los desahucios era un trabajo como cualquier otro, muy digno, sí, pero no más digno que el de un fontanero o un radiólogo, cosa que me llevó a preguntarme si no sería mucho más útil para evitar los desahucios que el Ayuntamiento de Barcelona destinara todo eso dinero a las familias afectadas. Pero esta clase de preguntas, por supuesto, son las que nunca se hace nadie en este país nuestro, no vaya a ser que lo califiquen enseguida de ogro neoliberal.

Pero lo importante, lo que de verdad hace la vida más fácil a miles de personas que lo están pasando mal, son esos voluntarios que recogen comida en los supermercados. No se harán famosos, no se ganarán fama de heroicos luchadores, pero allí están ellos, pidiendo aceite y carne -y si es posible también pescado fresco- para la gente que no tiene nada o lo ha perdido todo. Honor a ellos.