Compiten Podemos, el PSOE e incluso el PP por ver quién promete más y mejores subsidios a los menesterosos para que les entreguen a cambio la papeleta de voto. Si los de Iglesias ofrecen una variante atenuada de la renta universal básica, los socialistas replican con un «ingreso mínimo vital» al que destinarán 6000 millones de euros. Más modesto, el partido conservador de Rajoy se limita a pujar en la subasta con un plan de «gasto social» cifrado en 2000 millones. Será por dinero. Si no fuese porque andamos ya en antevísperas de elecciones, no quedaría sino deducir que en España hay casi tantos pobres como votantes.

Lo normal en un país más o menos desarrollado es que los candidatos a gobernar ofrezcan rebajas de impuestos, empleos, mejoras en la sanidad y cosas propias de la clase media como estas. La oferta de pagas para mitigar la pobreza de la gente parece más bien propia de naciones que juegan en otra liga económica: y quizá constituya un primer adelanto de la bolivarianización de este país. La subvención convierte al ciudadano en cliente del político, lo que seguramente no ha de ser bueno ni para el uno ni para el otro. El gobernante se engolfa con este método de captación de voluntades, a la vez que el receptor de la dádiva cae en el riesgo de perpetuar su situación de dependencia. La mejor renta de inserción social es un trabajo: y eso solo están en condiciones de ofrecerlo las empresas cuando la economía de un país mejora al hacerse más competente e industrioso frente a los demás.

Se suponía hasta ahora que la función de un gobierno consiste en establecer las mejores condiciones para que nazca la inversión, las finanzas prosperen y, de resultas de ello, todos los trabajadores puedan encontrar un empleo o montar un negocio. No se trata de acabar con los ricos, como proponen abiertamente ya algunos; sino de crear la oportunidad de que los pobres dejen de serlo. Todo lo demás entra directamente en el negociado de la caridad -ahora llamada solidaridad- que es más propio de las religiones y de las oenegés subvencionadas que de un gobierno de esta parte occidental del mundo. Infelizmente, los partidos con opción de gobernar España tras las próximas elecciones parecen haber llegado a la conclusión de que el Estado es un dispensador de caridades y no de oportunidades.

De nada les ha servido a los políticos constatar que los reinos autónomos con mayor paro y menor renta de España son precisamente aquellos a los que se riega con subsidios, pagas, peonadas y otras variantes de la asistencia pública. O que los países más prósperos de Europa edifiquen su riqueza sobre el principio luterano -y ciertamente algo fatigoso- del trabajo, que hace innecesario o al menos marginal el recurso a la limosna del Estado. Quizá eso explique el hecho, anómalo y un tanto descorazonador, de que todos los partidos rivalicen aquí en ofrecer el mejor subsidio a su clientela electoral en forma de rentas mínimas, básicas o mediopensionistas para que la gente vaya tirando.

Como las viejas marquesonas que allá por los años del charlestón organizaban rastrillos de beneficencia, cada partido quiere hacerse con su propio cupo de pobres para engordar la cuenta electoral. Todo lo malo será que en realidad haya menos indigentes de los que con tanta alegría calculan los que aspiran a gobernar.