Estar orgulloso de algo no es malo, ni mucho menos. Uno puede llevar por bandera una creencia, un escudo, una orientación sexual o una nacionalidad, siempre y cuando no le metan el dedo en el ojo al compañero o vecino y la realidad es tan cruda en algunas ocasiones -no solo se habla del calor en los informativos de verano- que un par de noticias hacen tambalearse los cimientos de naciones que pasean su nombre con la frente más alta que el sol o de religiones cuyas raíces son profundas y sólidas por más que pasen los años. El drama de la inmigración no solo naufraga en las orillas andaluzas del Mediterráneo y esta semana, la tragedia se trasladaba al Canal de la Mancha, donde un sudanés, como otros miles de inmigrantes sin papeles, intentaba alcanzar el sueño británico oculto en un camión encontrándose cara a cara con la muerte. David Cameron reaccionaba al día siguiente, con mucha flema inglesa, endureciendo los requisitos de los inmigrantes en su país y utilizando un lenguaje, como Merkel hace un par de semanas, nada afortunado. Y si hablamos de naciones orgullosas, nada como la norteamericana, que infla el pecho cual superhéroe para llevarse la mano al corazón cuando canta sus barras y estrellas con la misma velocidad con que sus agentes de policía echan mano a la pistola en un control de tráfico rutinario, cuando un conductor con un tono de piel distinto deja de ser un ciudadano al que proteger y servir para convertirse en una seria amenaza a la que hay eliminar.

Ni mejor ni peor, la cosa ha sido distinta en Jerusalén. Alguien que se denomina ultra... lo que sea, no puede traer nada bueno y tras salir de la cárcel por atacar a varios gays hace diez años, este judío ultraortodoxo celebró su libertad atentando, de nuevo, contra la de los demás, que festejaban en la calle y sin insultar ni agredir a nadie, su condición y su bandera con la que yo me envolvería con orgullo antes que besar la de sujetos que prefieren mancharla con sangre, con sudor o con vergüenza.