Siempre que paso por Madrid, desde hace más de 30 años, busco un hueco para tomarme un café o una cerveza en el Café Comercial, situado en la Glorieta de Bilbao. Al contrario que el Café Gijón, más abigarrado, más estrecho (apenas hay espacio entre las mesas) y más famoso, este otro le permite a uno encontrarse con amigos sin agobios, leer sin que te expulsen por consumir poco y reconocer caras conocidas (escritores, actores) sin sentirte por ello fuera de ninguna película o novela o cuaderno de memorias. El Café Comercial, con sus grandes cristaleras que parecen una apología de la transparencia y una invitación a que lo interior y lo exterior se contaminen mutuamente, es parte de la historia de nuestro país (se fundó en 1887) pero lo es, de nuevo, sin estridencias: sus casi 130 años no le aplastan a uno sino que añaden a la biografía propia solidez, misterio, la energía acumulada de cientos de miles o millones de parroquianos (el buen rollo de la mayoría de las conversaciones, la pasión de los enamorados, las negociaciones económicas o políticas, las risas, las ideas, etc.), profundidad y una pizca de eso que antes se denominaba solera.

No quedan en el mundo demasiados cafés como el Comercial. Son islas solitarias que poco a poco se van hundiendo aplastadas por el peso de las franquicias multinacionales, que se caracterizan por el mal gusto, el desprecio a las tradiciones, el mal trato a los empleados, la rutinaria y fría relación con los clientes y el escaso arraigo o comprensión de las idiosincracias locales. Y aunque estoy usando verbos en presente, por desgracia el Comercial debería ir aprendiendo a conjugarlos en pasado, ya que acaba de anunciarse su cierre. Los vecinos se están movilizando pegando mensajes en sus todavía relucientes cristaleras. Se resisten a creer que un espacio tan emblemático, un centro irradiador de vida y de felicidad, vaya a ser clausurado para colocar en su lugar, digamos, la enésima hamburguesería o tienda de todo a un euro o panadería de productos precocidos y congelados. Lo más probable es que no consigan nada, como casi siempre en estos casos, pero algo hay que hacer.

Durante esos más de 30 años que he frecuentado el Café Comercial he tenido la siguiente costumbre: llegar una o dos horas antes que el amigo o amiga con quien hubiera quedado y escribir principios. Sólo principios: de una columna de opinión, de un poema, de un cuento, de una carta (o de un futuro email), de un artículo, de una reseña, de una conferencia, de mi diario, de un informe de lectura para una editorial, de lo que fuera.

En ese lugar mágico los principios me surgían (ay, ya no podré escribir nunca más me surgen o me surgirán) de manera espontánea, casi sin tenerme en cuenta. Principios que eran hilos de los que más tarde tiraría hasta que de esa madeja surgiera el texto completo. Principios que flotaban en el aire, como si los produjera el ambiente, y que yo cazaba como si fueran mariposas. Cuando varios de esos principios se habían posado en las hojas de mi cuaderno, cerraba éste con cuidado y abría un libro para seguir haciendo tiempo. Para seguir haciendo tiempo, para seguir siendo mi tiempo y no el feroz y autocrático tiempo que se nos impone a todos desde fuera. Es por eso que no me puedo creer que un café tan generoso, regalador de principios y de tantas otras cosas hermosas y necesarias, vaya a ser cerrado en breve.