Las cifras de la política son vampiros que no se reflejan en la realidad. Lo sé hace años. Hubo épocas en las que perseguí los números de los presupuestos para averiguar cómo se convertía en palomas un chorro de agua fría dentro de una chistera. A qué pie le cuadraba el hermoso zapato de cristal que sobraba después de la fiesta o por qué su compostura parecía siempre no proyectar ninguna clase de sombra. Más tarde, en otros tiempos en los que viví al otro lado, allí donde se diseña la prestidigitación y el maquillaje de todo lo imposible, aprendí a ordenar en una baraja el reverso necesario de los naipes para adivinar su elección secreta, a vestir de esmoquin o de ropa de batalla las cifras para la armonía de un baile o la austeridad del combate. Nunca serán arias de sirenas en mis oídos los guarismos de la política y sus trinos. Tampoco ángeles de la guarda ni héroes frente a la austeridad. Su imagen es la elegancia misteriosa de la acrobacia y un extraño aspecto demasiado saludable. Su sustento es nuestra sangre. Una capa negra encubre su auténtica naturaleza de deidad demoníaca.

Jamás creeré a los que les gusta disfrazar los números de lino blanco. Igual que hizo Rajoy en el aperitivo al que nos invitó el viernes, antes de irse de vacaciones. No fue en una terraza azul sobre el Mediterráneo en ruinas. Tampoco en un salón de protocolo en el que alguien de la prensa hubiese podido advertir el vacío de su perfil en los espejos. Lo mismo que comprender que en la postguerra de la crisis no cesa la bacanal de la Banca. Ese Yo supremo que ha ganado 7.989 millones de euros en el primer semestre del año. La única certeza de la recuperación económica a la que el presidente calificó de círculo virtuoso. Será el que comprende al Santander, al BBVA, a Caixabank, al Sabadell, al Popular y a Bankia, cuyas almas de la codicia fueron financiadas por un rescate que dejó a la deriva a los trabajadores. Sus beneficios doblados contrastan inmoralmente con nuestro naufragio a la intemperie como pago por el pecado de aquel sueño de una noche de verano durante los años del bienestar enladrillado. El paro, con cinco millones de criaturas en los fogones del infierno, es la condena, nuestro acto de contrición bajo las altas temperaturas y las cálidas tormentas que nos azotan. Sólo la Banca y los que hace tiempo ingresaron en privado su dinero en balnearios de vacaciones, aplaudieron el kamasutra de los presupuestos de Rajoy presagiando un noviembre entre sus brazos o el terremoto económico de la izquierda asamblearia. Los dos enemigos de su democracia de clase, cuya amenaza conlleva que sus políticas de hipotética gobernabilidad nos hundan en el Cerro del Cuervón en Cabrales, la sima más oscura y difícil del mundo.

La promesa I Ching de las finanzas 2016 sucedió a la hora del aperitivo. Cuando el millón y medio de camareros sudaba su trabajo a cambio de un salario que no suma las horas dadas de alta con las que exceden la jornada laboral. Una media de 6 ó 8 euros la hora es la peonada de la bandeja cuando no son peores las condiciones laborales. Aún así, tras un descenso de enero a febrero, el número de incorporaciones en el sector ha pasado de 4.584 a 10.706 en los últimos cuatro meses, haciendo un total de más de 45.000 contratos acumulados. En España hay 350.000 establecimientos de hostelería. Lo que dividido por los 47,2 millones de habitantes del país, arroja una media de un bar por cada 132 personas. Está claro también que a los españoles nos gustan los bares, y como muestra es que, a pesar de la crisis, más de la mitad de la población asegura que los frecuenta, un 5% va más de una vez al día y un 36 % varias veces a la semana. Cuando un país renuncia a la industria y a la investigación, y confía su crecimiento económico a que vengan millones de turistas, a comer y beber lo que les servimos, el futuro dependerá en gran medida de las expectativas de la hostelería. Y por supuesto de que otras zonas del mediterráneo no sean competitivas -por la inestabilidad provocada por el fundamentalismo islámico-, y de que sol no deje de redondearse anaranjado. No es extraño que una buena parte de los emprendedores apuesten por abrir un bar o un local de copas. Todos terminaremos siendo camareros. Nos están convenciendo de que no valemos para otra cosa.

El turismo, con espléndidas perspectivas para este mes, supone un balón de oxígeno para el mercado de trabajo. Pero no podemos olvidar la temporalidad de este empleo que no nos debe hacer olvidar la existencia de 5,6 millones de personas en paro, de las cuales 1,4 millones son parados de larga duración que llevan más de tres años sin trabajar (el 48% mayores de 45 años) y cuyo número crece al ritmo de 100.000 personas al año. Tampoco este sector ni la reconversión de profesionales de diferentes ámbitos en camareros, un incuestionable oficio con dignidad, sirve para ocultar la carencia de un modelo productivo, el éxodo de los jóvenes titulados al extranjero (en muchos casos para trabajar igualmente de camareros), que los salarios siguen bajando y que continúa creciendo la desigualdad social.

No podemos negar, pese a la hosca superioridad moral con la que lo afirma Rajoy, que existe cierta recuperación sustentada en gran medida en la bajada del precio del crudo, la política monetaria del Banco Central Europeo y en la frágil bonanza del turismo. El Gobierno los considera datos suficientes para resistir. Ya sabemos que Rajoy, al igual que Cela, confía en el lema de quién resiste, gana. O gobierna, que es lo mismo. La clave consiste en saber bailar con los números lo que toque la orquesta de Bruselas y en que el empleo aumente gracias a que muchos españoles sepan servir arremangados o de etiqueta negra un martini de verano. A esa hora en la que los números salen de noche y no se reflejan en el bienestar social de nuestros sueños.

Menos mal que nuestro ministro de Interior pide a diario a Santa Teresa que interceda por nosotros. Lo que no sabemos es si lo pide solo o con limón, angostura y mucho hielo.