Lleva el partido que nos gobierna ya demasiado tiempo actuando como si gozara del mismo respaldo en la calle de quienes, creyéndose ingenuamente sus promesas de campaña, le dieron mayoritariamente su voto en las urnas hace cuatro años.

Hay por supuesto muchos que le votaron entonces por simpatizar ideológicamente con su proyecto de sociedad, un modelo claramente conservador, basado en la defensa de la ley y el orden y en la ciega creencia de que la iniciativa privada, y no el «despilfarrador» Estado, es quien mejor puede resolver todos los problemas.

Otros muchos, que en ocasiones anteriores habían votado tal vez a los socialistas, sintieron pánico ante la crisis que se abría y creyeron que un gobierno de derechas sería más del gusto del empresariado y de la Europa de los mercados y estaría en mejores condiciones de enderezar la economía y volver a crear el empleo que necesitaba un país con cerca de 6 millones de desempleados y más de un 50 por ciento de paro juvenil.

Esperanza en buena parte frustrada porque si el Gobierno puede felicitarse hoy de una mejora de las cifras macroeconómicas y se ha creado cierto empleo, el paro sigue en niveles astronómicos, y la incipiente recuperación ha sido a costa de una rebaja general de sueldos, del incremento del precariado, la proliferación de los contratos basura y gracias, por otro lado, a factores puramente externos como la caída del precio del petróleo o la depreciación del euro frente al dólar. Nada como para sacar pecho.

A cambio, durante todo ese tiempo los ciudadanos han visto estallar uno tras otro casos de corrupción que en países de mayor cultura democrática que el nuestro habrían provocado dimisiones en cadena, desde la propia cúspide del partito gobernante, y que, debido a maniobras iniciales de encubrimiento y a la lentitud de la administración de justicia, sólo hoy comienzan a ser juzgados sin que sepamos a ciencia cierta si acabarán un día en el banquillo todos los que tan descaradamente delinquieron.

Y en medio de todo este inmenso desbarajuste, que debería abochornarnos como país, el Gobierno del Partido Popular se ha dedicado a legislar como si tuviera todavía la confianza del electorado, promulgando gracias a su mayoría absoluta leyes como la de Educación que rechaza casi en conjunto todo el sector al que va dirigida, o la popularmente llamada «ley mordaza», destinada a reprimir el descontento social que esa forma de gobernar está provocando.

Y, cada vez más aislado políticamente, vemos también cómo se ha sacado de la manga un proyecto de reforma de la ley electoral que va en sentido contrario al deseable pero del cree que le beneficiaría frente a quienes, más flexibles y dialogantes, podrían forjar en un futuro mayorías gracias a pactos de gobierno o alianzas de las que los Populares son claramente incapaces.

Y en una muestra más de su soberbia y su olvido de las más elemental decencia democrática, trata de imponer también en el último momento de la legislatura un presupuesto a su medida que condicionaría gravemente a las Cortes siguientes sin que le importe lo más mínimo cuál vaya a ser su futura composición, con seguridad muy distinta de la actual.

Se trata, decía un constitucionalista, recordando a un clásico, de «reinar después de morir», ya que arrebataría al nuevo Parlamento que salga de las urnas y al futuro Gobierno de la nación, cualquiera que sea su color, el ejercicio de una de las principales potestades constitucionales como es la elaboración de un presupuesto.

A todo ello hay que añadir su desastrosa gestión del problema de Cataluña pues el Gobierno de Mariano Rajoy no ha hecho más que enconar el conflicto con su insultante desdén no ya sólo hacia la Generalitat, por demagógicas y reprobables que nos parezcan las acciones del gobierno autonómico, sino también para el pueblo catalán en su conjunto, que se siente con razón ninguneado.

Todo eso sólo puede llamarse «abuso», es decir «mal uso» del poder que un día dieron a ese partido los electores.