He ido huyendo, renegando, exiliándome, una a una, de todas las playas que me han gustado. De niño iba con mi padre en una vieja moto «Peugeot», modelo de 1958, a la Misericordia, un rato por la mañana, con un bocadillo y una toalla en el portamantas. Entonces todo me parecía bien, porque los niños solo se dan cuenta de la felicidad y la alegría. Pero cuando ya empecé a ir de otro modo, a moverme por mi cuenta, las cosas cambiaron. Deserté del Peñón del Cuervo, a cuya sombra aún se baña mi adolescencia, porque la gente hacía la barbacoa y luego lavaba la parrilla en el rebalaje, con su detergente y todo, dejando un rastro de porquería pringosa sobre la cresta mansa de las olas, y encima te miraba desafiante cuando tú los mirabas estupefacto.

Luego frecuenté otras orillas, y de todas me fue echando la mala educación, las incívicas maneras que utiliza alguna gente cuando tiene que convivir con los demás y no sabe o no le da la gana.

Ahora estoy a punto de exiliarme de Torremolinos, zona de Playamar y Los Álamos. Ya me venía resultando bastante complicado comprender que en una playa tan grande y tan ancha la gente opte siempre por subirse una encima de otra. Llega el personal y se empeñan en poner su toalla a treinta centímetros de la tuya, como si fuesen de tu familia, dejándose por detrás cuarenta o cincuenta metros de arena libre y despejada. Y luego también te miran desafiante. En la playa, quien no mira desafiante mira lascivo, así suelen ser las cosas.

Pero lo que me echará definitivamente de esa playa es la permisividad de su Ayuntamiento con la música de los chiringuitos modernos, esos que sirven copas todo el día, en vez de hamacas tienen camas balinesas y en vez de bañistas tienen culturistas pasados de anabolizantes y de bronceado. Ahora han adoptado la costumbre de poner música (lo de música es un eufemismo, algo para hacerme entender; lo que pone esta gente es fundamentalmente un modo psicopático de percusión electrónica) a todo volumen, de manera que no se oiga solo en su establecimiento, sino en la playa entera. Y allí estás tú, queriendo tener una tarde de sol y libro, y lo que tienes es la merienda a gritos de la familia que se puesto literalmente bajo tu sombrilla y el «chunda-chunda» del chiringuito molón machacándote el cerebro.

No he llegado a entender esa relación que, al parecer, casi todo el mundo hace entre ruido y alegría. Se puso de moda hace ya unos años vociferar «uhuhuhuhuhuhuhuhuhuh» cuando se quiere celebrar algo. Todo es ruido, todo es mala educación. Al final acabaré yendo a la playa solo en invierno, que es cuando está tranquila y sola y azul y limpia. Porque el verano, visto está, es para los turistas, los oportunistas y los que más gritan.