Hay pocos dramas comparables al asedio de una gran ciudad. La historia está repleta de ejemplos legendarios: Troya en la antigüedad, Viena en 1683, Leningrado en 1943. Ésta en la que vivimos se vio sometida a una de sus más duras pruebas hace justamente 528 años, en el verano de 1487. No hubo piedad para los vencidos. En su formidable narración sobre la caída de Constantinopla, Sir Steven Runciman expresaba así el sentimiento de incertidumbre que se adueña de los cercados en el instante en que son conscientes de lo que les espera: «Hubo uno o dos temblores de tierra y algunas lluvias torrenciales, todo ello interpretado como siniestros presagios, mientras mujeres y hombres evocaban todas las profecías que predecían el final del imperio y la llegada del Anticristo». En Málaga hemos sido testigos estos días de una lluvia de fuego sobre nuestros tejados -en forma de terral inmisericorde- que se ha alternado con jornadas de una humedad viscosa y persistente; las señales son difusas pero cada vez más frecuentes. Aunque es en pequeños gestos donde se manifiesta con claridad la inminencia de la catástrofe: alguien coloca unos farolillos de papel en su terraza, o superficies que antes lucían despejadas se cubren ahora de lunares, como síntomas de una enfermedad que mina la salud de la ciudad y de sus habitantes.

En todo asedio llega siempre el momento supremo en que cada familia se cuestiona su porvenir, cuando el cerco aún no se ha cerrado del todo: quedarse, afrontando un posible destino fatal, o abandonar el hogar con lo puesto y emprender la huida. Querido lector, si vives en el Centro de Málaga es muy probable que ya hayas hecho las maletas, con provisiones para una semana. El enemigo está a las puertas, asomará en el horizonte dentro de pocos días. Buena feria a todos.