En el supermercado, justo frente al expositor de los yogures, veo a una mujer con su hijo que están buscando una marca concreta con sabor a mango y papaya. La mujer lleva un gran tatuaje en el hombro con una imagen de la virgen María, sólo que una enorme calavera ocupa el lugar del rostro de la virgen. La imagen es de una fealdad extrema, horrorosa, y ocupa casi un tercio de la espalda de la mujer, pero ella la luce muy orgullosa en este fin de semana veraniego. Le calculo unos cuarenta años, no muchos más, y su hijo, a su lado, tiene unos quince. Recuerdo haber visto en México esa imagen de la virgen de la calavera: la llamaban la Santa Muerte y ocupaba un lugar preferente en algunos locales de borrachos donde había unos tipos siniestros flanqueando las puertas abatibles de la entrada. También se veía en las tiendas de santería donde se vendían trajes de novia de color negro con un esqueleto en vez de novia, y figurillas de calaveras de todas clases y colores, algunas con forma de tarta, de joya, de pistola o de sombrero mexicano. Ahora la Santa Muerte también se usa mucho en la simbología de los narcos, y no es raro que muchos cárteles firmen sus crímenes en YouTube con una imagen de la Santa Muerte junto a sus logotipos y sus lemas macabros.

Ahora bien, ¿qué pinta la Santa Muerte tatuada en el hombro de una mujer que busca un yogur de mango y papaya? Repito que es una imagen de una fealdad extrema y que nadie puede dejar de asociarla con los aspectos más funestos de la vida. Y supongo que esa madre es consciente de que los narcos mexicanos y algunas sectas diabólicas usan también ese mismo tatuaje de la Santa Muerte. Entonces, ¿por qué lo lleva? Es un misterio. Porque hay tatuajes bonitos, o que al menos parecen interesantes o cuando menos originales, pero este tatuaje de la Santa Muerte es simplemente repugnante. Y aun así, una madre que se considerará muy normal se lo ha tatuado en el hombro y lo exhibe sin ningún pudor junto a su hijo adolescente. Quizá se lo tatuó en México, después de una noche loca, cuando pasó a primera hora de la mañana frente a un local de tatuajes y vio a la Santa Muerte en el escaparate y decidió de repente tatuársela como recuerdo imborrable de su viaje a México y de su noche loca en cantinas y pulquerías. Pudiera ser. Y además, es posible que esa mujer se considere muy abierta y muy moderna por lucir una imagen de la muerte convertida en una divinidad, como si lucir una calavera en vez de una Virgen María sea una muestra de entereza y arrojo, al estilo de esos legionarios que llevan un tatuaje con la leyenda «Novio de la muerte», sólo que esa calavera da un aire mucho más moderno a quien la lleva tatuada. Pudiera ser.

Cuando me fijo en el hijo, me pregunto qué piensa del tatuaje de su madre. ¿Le parece bien? ¿O se avergüenza de que lo lleve? Porque imagino que ese tatuaje ha suscitado comentarios en el instituto, ya que sus compañeros lo comentan a veces de forma elogiosa y otras veces no tanto (ya sabemos lo volátiles que son los comentarios de los adolescentes). Y además, la madre tiene ahora unos cuarenta años, pero ¿qué pasará con la Santa Muerte cuando esa mujer que la lleva en el hombro cumpla quince años más? ¿Seguirá sintiéndose orgullosa de ese tatuaje? ¿O tendrá que ocultarlo porque le recordará cosas demasiado desagradables, entre ellas que ya no tiene edad para lucir un tatuaje con una calavera en un lugar muy visible de su cuerpo? Y yendo más allá, ¿será capaz de tolerar la presencia tan cercana de la Santa Muerte cuando la otra muerte, la de verdad, se aparezca en su vida en forma de enfermedades letales o de personas a las que habrá que llevar al cementerio? ¿Seguirá pareciéndole entonces una divinidad a la que se debe rendir culto? ¿O empezará a sentirse asustada por la decisión que tomó un día, cuando aún se creía invulnerable y fuerte y dueña de su vida?

Son preguntas interesantes cuya respuesta me gustaría conocer. Porque tengo la sensación de que vivir en un mundo confortable y seguro „y España sigue siendo un lugar así, por mucho que se desgañiten los catastrofistas„ nos ha hecho demasiado irresponsables y demasiado frívolos. En Siria o en Irak, o en cualquier otro lugar donde la muerte violenta sea una realidad cotidiana, sólo un idiota se tatuaría una imagen de la muerte en el hombro. Pero aquí las cosas son distintas. O al menos eso es lo que parece demostrar esa mujer que busca un yogur de mango y papaya en el súper.