Las relaciones entre la ficción y la realidad siempre han sido tortuosas y conflictivas. Y más, en un momento tan desprovisto de esperanza y ampliamente marchito, en el que la necesidad de escapar se convierte en el único acto verdadero y a quemarropa del día. Lo más inverosímil de todo, mientras pesan las alforjas con dudas y con sueños, no es, en este sentido, ni siquiera la puñetera inverosimilitud, sino el empeño, penosamente alucinado, de dinamitar las pocas certidumbres amargas que se traslucen a cada minuto. Desde que la prima de riesgo dejó de inflarse en alarmantes titulares, el Gobierno de Rajoy ha buscado un tipo de ejercicio de prestidigitación con la fe que parece el más difícil todavía: convertir la crisis, la verdad abyecta, en una especie de ilusión o artificio. Hace pocos días, a propósito de la encuesta del CIS, muchos analistas, orientados por la versión hegemónica y el discurso tautológico del PP, mostraban su sorpresa porque únicamente uno de cada tres españoles creyera que la recuperación es en serio y, que, además, está en curso. Tantas veces ha ensayado Rajoy la misma homilía que sus tribunos han acabado por asimilarlo con la crudeza irreflexiva y probablemente ardorosa con la que se ingurgitan los axiomas y los credos. En este caso, en plena y despiadada confrontación con la realidad que se inicia borrosamente y en toda su salvaje descompensación con el primer movimiento de pestañas. Quiere el PP, como los racionalistas extremos, negar el mundo exterior y que el país se columpie en la recién estrenada ligereza de sus guarismos macroeconómicos. Si usted, contribuyente incrédulo, no se traga lo de la recuperación es por sus escrúpulos ideológicos, no porque en el mejor de los casos esté sumamente infrapagado y acumule más de un lustro pasando de la chapuza al desempleo y del paro más insondable a la explotación por horas a precio de saldo. Cuestionar la vigencia de la crisis era en tiempos de ZP una evasión tontiloca tipo bambi; ahora, con toda la producción enferma y arrasada, no es más que cinismo. O aún peor: desconexión total con lo que está ocurriendo a diario en las calles y en las casas. Dos tercios de los españoles no se creen el final del cataclismo económico porque son los que lo padecen. Con su insoslayable, despiadada y afrentosa materialidad.