Ya está aquí la feria y cogidita de la mano viene, como ya es tradición más que hábito, de sus indefensos mártires, que en largas colas esperan que les llegue el turno de pasar el mal trago ajeno. Los residentes del Centro son las vírgenes vestales de nuestra achispada fiesta en su casa.

Los que allí viven saben que, muy probablemente, van a ser linchados en el alma indignamente por la marabunta bailonga arrebujinada. Pero,

con suerte, no les dolerá tanto como la última vez, que a todo se acostumbra el cuerpo. Depende de que no miren mal a ninguno de sus verdugos en el portal con una necesidad fisiológica de por medio.

En el fondo, no deberían quejarse. Son protagonistas. Son los voluntarios que reciben los tartazos del despiporre consistorial en primera instancia. Están incluidos en el programa de pan y circo que nos venden los mismos responsables de la cultura del Pompidou pero, en este caso, sin firmar. Exactamente, los residentes del Centro ocupan todos los reglones torcidos que, entre líneas, orientan sobre el evento histórico cultural que sirve de excusa a la inigualable conmemoración de la tercera ciudad española en cualquier ranking que se precie y que no conlleve un estudio científico que lo avale. Los residentes del Centro Histórico hasta pueden estar de enhorabuena si les gusta llamar la atención. Son el Circo en sí mismos. Ni los cristianos, son los leones que van a ser devorados por estos de la piel de cordero, a poco que se descuiden. Han logrado sobrevivir otro año al Centro sin quitarse el escapulario culpable de haber elegido mal, un precioso sitio en el que sobrevivir sin hacer ruido, sólo recibiéndolo. En su sambenito se lee una leyenda sobre los ríos de botellón sobre los que le tocará navegar y casi me dan ganas de cantarle el himno futbolero del Liverpool, eso de «nunca caminarán solos» y menos en feria, añado. No estaría mal que Francisco de la Torre, con una túnica puesta para dotar su discurso de mayor santidad solemne, les dedicara a estos sufridores residentes del Centro, un vídeo, de esos que grababa durante la campaña y que, tras pedirle ese esfuerzo con el que empieza ultimamente cada comparecencia pública, les cantara: you'll never walk alone, wait for me sitting. Su barrio es un decorado y su casa, una condena. Pero habrá que conformarse, como hace la mayoría de vecinos ya rendidos a su mala suerte. Les pasará la estampida como un huracán y en diez días su casa volverá a parecerse a lo que era antes de la barbarie.

Claro que, siempre hay alguno que sigue quejándose desde alguna asociación de vecinos. Retórica en mano, patalea y cuestiona la injusticia contra el muro de las lamentaciones que da al Norte por la Casona. Y la paramnesia lleva a que se hable de nuevo de cómo solucionar este desaguisado de feria que no nos gusta en los papeles. Y se proponen comisiones. Y mesas. Y reuniones. Que se postergan para después de feria como si se fuese a estudiar en serio durante el verano. En este punto, se repite curso. Gemma del Corral después de la feria dará unos resultados impresionantes de turistas y dinerales y como si todo hubiera ido fenomenal, se pasará página desde la majestuosa feria del Sur de Europa.

Tampoco es que se pueda hacer mucho más desde los despachos del gobierno si no hay propósito de enmienda. El Ayuntamiento pone el escenario para los verdiales, para que se suban los atrevidos, y se lava las manos en el resto de cuestiones higiénicas, pero la imaginación y la guía la pone, a grito limpio, el ciudadano imberbe del vaso entre los dientes, ese mismo que dirige el cotarro hasta que cae desmayado y lo sustituye el siguiente en mérito según la ley de la selva. Así que si hay que pedir cuentas a alguien, que sea al borrachín. O a los árboles, o a los camareros. Ya está bien de culpar de todo al gobierno.