Como tengo auténtica aversión a las chanclas de dedo y no encontré unas normales decidí comprarme las sandalias cangrejeras de la infancia, ya saben, aquellas de goma con una hebilla metálica que a los dos días ya presenta signos de óxido. Tan cómodo me sentí que una cosa llevó a la otra y ya puestos me probé un chaleco verde de esos llenos de bolsillos. A lo tonto me vine arriba y de ahí a comprar una caña de pescar solo pasaron cinco minutos. Como se lo cuento, portada de Jara y Sedal.

Invadido por un extraño espíritu aventurero tiré la casa por la ventana y en los chinos me compré una cajita de plástico con un plomo, tres anzuelos, guías y corchos. Llegué a casa como quien trae un tesoro, aunque mi mujer me miró entre horrorizada y prudente. Pasé toda la tarde anudando el hilo a los distintos elementos y para la hora de cenar ya tenía listo el aparejo. Mi mujer solo miraba, no decía nada. Confía en mí, le dije, que este verano te vas a hinchar de doradas.

Primer día. Camino de la playa paré a comprar un cubo de obra, de esos bien grandes. El vendedor me preguntó si no prefería uno más pequeño, y yo, que me sentí insultado en mi ego pescador, le contesté que no, necesitaba uno donde meter todas las capturas. Ubicados por fin en una playa tranquila pusimos la sombrilla con las toallas, y en un pispás ya estaba yo caña en mano dispuesto a pasar toda la mañana pescando, incluso llegué a plantearme si no hubiera estado bien comprar otro cubo más por si acaso.

Puse la carnada, me acerqué al rebalaje con paso firme, y emulando al más perfecto discóbolo de Mirón dibujé con la caña una parábola perfecta, un swing que haría palidecer a Seve Ballesteros, y para cuando estaba completando el escorzo más bello de la historia de la pesca se soltó uno de los nudos y el plomo salió volando unos cuarenta metros dirección Ceuta. No hay plomo, no hay pesca. Mi mujer no dijo nada.

Segundo día. Tras descargarme una decena de tutoriales sobre nudos marineros retomé la ilusión por la pesca y fabriqué el aparejo perfecto, éste no se soltaría jamás. La tarde se me vino encima con unas cosas y con otras, que pin que pam, así que me tocó madrugar para tenerlo todo preparado y no llevarme sorpresas. Volvimos al mismo punto que el día anterior y después de cuatro horas sin pescar llegué a la conclusión de que me había equivocado de carnada. Por algún extraño motivo a los peces no les gustan ni los boquerones en vinagre ni lo mejillones en escabeche. Mi mujer, prudente, callaba. Vuelta a casa.

Tercer intento. Ese era el día. Consulté las mareas en la página del Meteosat, calculé la hora de la pleamar, troceé nueve kilos de calamar fresco, compré cinco plomos y preparé diez anzuelos de distintos calibres. Me calcé las chanclas y el chaleco, puse rumbo a la misma playa y, tras dejar a mi mujer en la sombrilla, ya estaba listo para triunfar. Nada ni nadie podría impedir esta vez que por fin subiera a las redes sociales un orgulloso selfie posando con un pez de medio metro.

A las dos horas tirando y recogiendo hilo sin éxito apareció un paisano con cara de Capitán Pescanova estilo esteponero que inspeccionó en silencio el equipo, la carnada y a mí mismo. Juraría que el tipo intentaba no reírse mientras me preguntaba si picaban los peces. Antes de seguir su camino se volvió y me dijo: «No deje usted de intentarlo, que esta es la pesca de los tontos, hasta el más tonto tiene suerte y pesca algo».

La pesca de los tontos. En ese justo momento entendí que jamás lograría pescar y me volví a la toalla con el ego maltrecho dando por finalizada mi aventura. Mi esposa levantó la mirada de la revista y me dijo muy bajito: no te preocupes, peor habría sido que te hubiera dado por irte de safaris.

Nota de la mujer del autor.- Se vende equipo de pesca, un par de sandalias del 44 y un cubo grande de obra. Todo seminuevo, sólo tres usos. Precio a convenir.