Tres cuartos de siglo lleva abriendo las puertas esta Escuela de Ciudadanía llamada Instituto Católico de Estudios Técnicos. Sin duda, el colegio más laico de todos los religiosos y el de más humanidad de todos los institutos técnicos.

El «colegio de El Palo» es una gran familia que sabe lo que es trabajar duro para sacar adelante un curso, para que un niño no se pierda por los vericuetos de un contexto social difícil y complejo; unos profesores que no optaron por la vía rápida de irse a otro sitio más tranquilo o unos directores que administraban eficientemente unos pobres recursos porque sabían que «la partida extraordinaria» de ingresos de 30.000 pesetas por hijo que estudiaba, como ocurría en colegios de apenas unos metros más arriba, no entraba en los presupuestos de ningún padre.

La materia prima con la que han trabajado los profesores y el equipo directivo durante este tiempo ha sido de composición noble pero con tendencia maleable. Los apellidos ilustres, los niños de época, las sagas que ocupaban los primeros escalafones en las orlas € nunca han estado aquí. Estaban reservados para «mejores destinos».

Desde un principio se trabajó la educación como herramienta de transformación de una sociedad que en el caso de El Palo ha tenido muchas aristas. Y este principio rector lo ha llevado siempre con una capacidad de adaptación encomiable durante toda su andadura.

Siempre ha estado a la vanguardia de las contingencias. Recuerdo en «mi curso» cómo se nos guió en la transición a un nuevo sistema basado en la democracia y como trataba, a través de la vacuna de la educación, de salvarnos de la droga que en los años 80 y 90 mataron a muchos de nuestros vecinos, e infringieron un daño eterno y que nunca olvidarán a sus familias.

Un contexto complejo pero los responsables del centro entendieron que vale la pena escoger el camino más difícil para que todo el mundo, desde el mismo punto de partida, pueda desarrollarse como ser humano; que se garantice la igualdad de oportunidades en el acceso a la educación. Y no solo porque así te lo exigen las leyes más altas sino por deber moral y por buena voluntad.

En el ICET se vela por la igualdad, calidad y equidad. Hay un millón de circunstancias pero desde el centro educativo un solo objetivo: personalizar, como un patrón a medida, el tipo de enseñanza que se precisa para intentar sacar lo mejor de cada uno, el máximo rendimiento. Y, sobre todo, a aquellos que parten de una discapacidad o de una posición objetiva en desventaja. Pero sin un látigo sino con amor, firmeza y escucha. Y así con todos y cada uno: sin distinción. Y a esto lo llamo yo apostar por la igualdad de oportunidades sin dejar a nadie atrás.

En este colegio también podemos hablar de calidad. Calidad humana de sobra, calidad justa de recursos. Ahora la LOMCE quiere que se publiquen rankings de colegios. Que se pongan números a los campeones de las calificaciones y aumente el ego egoísta de padres creídos y crecidos, aprendices de catedráticos pero que se han quedado en un instituto y directores que aún viéndose en la NASA la realidad los hospeda en centros educativos.

La competitividad no es hacer competir unos con otros, hay que velar por cómo formar niños más competentes en lengua, matemáticas, física o idioma. No solo saber sino saber hacer. Y teniendo en cuenta de donde parten: esto sí que es meritorio y no desanimar a toda una comunidad educativa porque no están entre los primeros puestos. ¿Dónde están los rankings en convivencia, formación en valores; de aquellos centros con una mejor media en la relación entre los factores sociales y el rendimiento?

Seguramente con estos parámetros ocuparía puestos de Champions. Porque este centro SAFA no es una jábega de ojos desafiantes sino la fuerza de sus remeros; no son las artes de pesca con los que este barrio se ha ganado la vida sino quién enseña a manejar esas redes para faenar en el mar del porvenir. Es tralla y torno.

Tralla porque ayudar a «tirar del copo» para arrastrar toda una ciudadanía a una sociedad más cívica y ética. Torno porque lleva 75 años ayudando a que arriben a tierra miles y miles de paleños y familias para que no se pierdan en el mar de la desesperanza como «boyas a la deriva»; a que el porvenir de todo este pequeño pueblo de El Palo no se quedara varado en tierra, fuera de parales; o lo que es lo mismo: perdidos en el desierto de la playa con tanto mar de sabiduría, teórica y práctica, por descubrir. Larga Vida al ICET.