En esta ciudad es mucho más duro ser contenedor de basura que alcalde, por mucho que el expresidente de la Diputación de Málaga durante el franquismo se caricaturice una y otra vez intentando demostrar lo contrario. Da igual si es soterrado o en superficie, digo el contenedor, una especie en peligro de extinción pese a la sobrenatural cantidad de basura que la capital es capaz de generar, mucho más en plena temporada alta de la recuperación económica.

Hasta hace un par de semanas, gran parte de la culpa de la suciedad que diariamente muestra la ciudad era de los malditos árboles y sus malas sombras. Lo último es apuntar a los camareros, responsables de sacar a relucir todo lo que las alfombras del centro histérico ya no pueden ocultar. Como siempre que su gestión empieza a apestar, Paco de la Torre enciende el ventilador para esparcir la mierda en una estrategia tan acertada como la que le ha llevado a descartar a Málaga como candidata a Capital Verde Europea dos veces consecutivas. Limpieza y verde no sobran, vergüenza parece que tampoco, pero huevos para plantearlo sí que quedan.

Mira. Málaga no sólo es una ciudad española del sur de Europa diseñada para producir basura, sino que lleva demasiados años demostrando que lo hace muy por encima de sus posibilidades. Somos una fábrica de chocolate, un museo de roña donde las servilletas de papel nos comen con todo el derecho del mundo. Pero un modelo económico y cultural basado exclusivamente en la hostelería y la restauración para convertir las calles de Málaga en una feria del centro doce meses al año tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Está claro que por un lado es una fuente brutal de cerveza. Y de ingresos que el Consistorio recibe a razón de infinitas licencias de todo tipo y de los impuestos que generan las miles de terrazas que devoran la vía pública con un tsunami de mesas y sillas fuera de control. Pero también es una industria que requiere infraestructuras que al menos se acerquen a cubrir todos los residuos que genera. Esto, claro, necesitaría una plan, una inversión, un algo parecido a la voluntad. Una cultura de la limpieza que vaya más allá de eliminar o marginar en los callejones esos elementos tan molestos para los sentidos de los visitantes y añorados por los vecinos.